La Voz de Almeria

Tal como éramos

Aquella luz de los palos y las bombillas

Empezamos la Transición con los barrios a oscuras, con las calles a media luz

Los típicos palos de la luz con sus bombillas en el barrio de La Chanca a finales de los años sesenta.

Los típicos palos de la luz con sus bombillas en el barrio de La Chanca a finales de los años sesenta.Fausto Romero

Eduardo de Vicente
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Había quien ponía a prueba su puntería tirando piedras desde la distancia sobre aquellas escuálidas bombillas que iluminaban las calles de los barrios. Romper una bombilla era un acto revolucionario para los niños de entonces, una exhibición de vandalismo que te podía costar cara si te pillaban los municipales. El placer de aquella escaramuza gamberra consistía en escuchar la explosión que se producía cuando la piedra impactaba en el foco, en huir a toda prisa antes de que algún vecino te descubriera y en volver unos minutos después al lugar del delito para ver el espectáculo de la calle en penumbra.

Empezamos la Transición con las calles de los barrios a media luz, envueltas en aquella atmósfera amarillenta de la luz de las bombillas, que contrastaba con los focos blancos de las calles principales del centro. Cuando por la noche dejábamos atrás nuestros oscuros callejones y llegábamos al Paseo, teníamos la sensación de que estábamos en otra ciudad.

A los niños de entonces nos atraían los callejones oscuros, aquellos rincones donde la luz era un simulacro y nuestras sombras reinaban a sus anchas sin miedo a que nadie nos reconociera. La penumbra era una buena aliada en aquellos anocheceres de invierno porque nos daba la libertad que necesitábamos para jugar a salvo de las miradas de los adultos, para sentirnos fuera de la vigilancia materna cuando llegaba las seis de la tarde. Cuando tu calle se quedaba a oscuras los niños jugábamos a ‘las tinieblas de la noche’ y nos reuníamos junto a la luz del portal de una casa para contarnos historias de miedo. Siempre había algún vecino mayor que nos recordaba que la oscuridad era el territorio preferido por el hombre del saco que se llevaba los niños para sacarle las mantecas o por aquellos siniestros personajes que merodeaban por los arrabales ofreciendo caramelos a los niños. La noche que nos quedábamos sin luz resucitábamos todos los fantasmas de nuestras infancia.

Almería, a comienzos de los años setenta, era todavía una ciudad mal iluminada. El alumbrado público moderno se había ido imponiendo a lo largo de la década anterior, llegando antes a las avenidas del centro que a los arrabales. Los nuevos focos del Paseo y de la Puerta de Purchena ofrecían una luz blanca como las que veíamos en las grandes ciudades que salían por la televisión. Las calles comerciales contaban además con el atractivo de los letreros luminosos que se fueron generalizando por casi todas las tiendas como el principal reclamo de sus negocios. La empresa Instalux, de Eduardo Cueto Espinosa, sacó a la calle el eslogan: “La luz atrae, la luz vende” para llevar sus rótulos por los comercios del centro y por los pequeños negocios de barrio que fueron los últimos en engancharse al tren de la modernidad.

Ese nuevo alumbrado elitista y comercial tardó en llegar a los barrios más apartados, donde el viejo sistema del cable cruzado de una fachada a otra con la humilde bombilla en el centro siguió vigente varios años más. Los niños de aquel tiempo aprendimos a convivir con las bombillas con algunas dificultades. El fútbol callejero y el alumbrado eran incompatibles. Eran frecuentes los balonazos que hacían temblar los cables y ponían en serio riesgo la integridad de los focos. Cuando después de recibir el golpe, la lámpara empezaba a emitir chispazos, ya sabíamos que teníamos que echar a correr porque la habíamos fundido y siempre había alguna vecina de las que se pasaba las horas detrás de los visillos que no tardaba en avisar a los guardias municipales o lo que era peor, ir a nuestras casas para delatarnos ante nuestras madres.

La vida de las bombillas callejeras era efímera y cuando no caían por un golpe fortuito con la pelota o por una pedrada precisa y malintencionada, sucumbían por una tormenta o por un vendaval. Recuerdo como si hubiera sucedido ayer, aquellas tardes de otoño que se cerraban en lluvia y viento, cuando asomado a la puerta de mi casa me gustaba contemplar la sombra de los cables que sostenían la bombilla de la calle Juez, que empujada por el temporal se balanceaba sobre la fachada trasera del Ayuntamiento.

Cuando una bombilla se fundía podíamos estar varias noches a dos velas, hasta que por fin aparecía el hombre de la luz. Hasta finales de los años sesenta todavía funcionaban los viejos carros tirados por mulas que la Compañía Sevillana había heredado de su antecesora, Hidroeléctrica el Chorro. Era emocionante ver aparecer el carro de la luz, con aquellas escaleras que se elevaban a golpes de manivela para colocarse en medio de las calles y cambiar la bombilla averiada. El hombre de la luz parecía un personaje sacado de otro siglo que sobrevivía en una Almería que quería empezar a ser moderna pero que todavía enseñaba sus pezuñas de ciudad atrasada donde el transporte con carros de mulas estaba presente en la vida cotidiana.

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