La Voz de Almeria

Almería

Nosotros, los hijos del ‘baby boom’

Fuimos la última generación de las calles llenas de niños y la primera de las clases mixtas

El Paseo a mediados de los años 60, cuando la ciudad era un enjambre de niños, hijos de lo que llamaron el ‘baby boom’.

El Paseo a mediados de los años 60, cuando la ciudad era un enjambre de niños, hijos de lo que llamaron el ‘baby boom’.

Eduardo de Vicente
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Fuimos la última generación de los niños sueltos por las calles, el penúltimo coletazo de aquello que llamaron el ‘baby boom’, que sembró la ciudad de familias numerosas y de colegios colosales que nacieron para cubrir la gran demanda de plazas escolares allá por los primeros años setenta.

Éramos tantos niños que a la hora del colegio la ciudad se quedaba callada como una misa y no recuperaba su banda sonora natural hasta que los escolares salían de clase y volvían a inundar las calles como una marea imparable. La música de los barrios era las voces de los niños, el griterío indomable de los que se partían la cara detrás de una pelota, las limpias melodías de las niñas cuando jugaban a la comba.

Fuimos la última generación de los solares de tierra y del barro en las calles. Los últimos que jugaron a los trompos y a los petos, los últimos que treparon por las ramas de los árboles de la Rambla para coger hojas de mora y alimentar a los gusanos, los últimos que creímos en aquel Rey Mago estrafalario de la puerta de Simago al que le entregábamos la carta con los juguetes mientras se comía un bocadillo de chorizo con un botellín de cerveza, los últimos que tuvimos que correr de los municipales cuando venían a quitarnos la pelota.

Fuimos la última generación que convivió con los personajes de la calle, los últimos que vimos al Habichuela siendo el Habichuela, los últimos que se cruzaron con Luis el de los Perros diciendo barbaridades, los últimos que iban detrás de los borrachos cuando salían de las tabernas midiendo las calles.

Nosotros, niños del ‘baby boom’, hijos de la clase media que iba dando estirones todos los años, nosotros que supimos lo que costaba ganar una peseta, nosotros que asistimos en primera fila al sacrificio de nuestros padres para que un día pudiéramos tener la oportunidad que no habían tenido ellos. Nosotros, rehenes del boletín de las notas que un día falsificamos para no llevar una mala noticia a nuestras casas, nosotros, los niños de las clases particulares y de los veranos en Campillo, los primeros que gozamos del placer de compartir los pupitres con las niñas.

Fuimos la última generación que soportamos a aquellos curas pegajosos que en la soledad del confesionario te repasaban los pecados y te hablaban del infierno, los últimos que creíamos que si nos tocábamos donde no debíamos nos quedaríamos ciegos, los últimos a los que nos obligaron a huir de la tentación cuando la tentación la llevábamos nosotros incorporada.

Fuimos la última generación de las calles llenas de niños y la primera que empezó a renunciar a los sábados por la tarde cuando la televisión llegó a todos los comedores de las casas, por humildes que fueran, y los niños prefirieron a Heidi y a la película de la Sesión de Tarde a salir a jugar a la calle como lo habían hecho siempre.

Fuimos la primera generación de las humildes cintas de cassettes y los últimos que organizamos bailes en los comedores de las casas y en las cocheras. Los últimos que en la adolescencia no se comían una rosca porque habíamos heredado los miedos antiguos y nos teníamos que conformar con aquellos lotes inacabados en la oscuridad de una sala de cine en una tarde de domingo.

Nosotros, hijos del ‘baby boom’, fuimos la última generación que pasó por todas las salas de cine del centro de la ciudad y se embriagó con el perfume a jazmín y a refresco de naranja de las terrazas de verano.

Fuimos la generación de las grandes revoluciones, los que vivimos la muerte de Franco con la alegría de unas vacaciones inesperadas, los que una tarde de Feria se encontraron en el Paseo con aquellas muchachas que venían de Mont de Marsan para decirnos a voces que las minifaldas que habíamos conocido hasta entonces eran de monja comparadas con las que traían ellas. Todos nuestras fantasías infantiles se encarnaron en aquellas majorettes con muslos de diosas que te miraban a los ojos como si en la Tierra no hubiera más hombre que tú, aquellas con las que se besaron nuestros hermanos mayores cuando soñaban con hacer la maleta y cruzar la frontera detrás de ellas.

Fuimos la generación de Simago y de la Sirena, la de las estanterías navideñas de Almacenes el Águila y la del escaparate de Alfonso. Los últimos que vimos el entorno del Mercado Central lleno de barracas, los últimos que conocimos a las vendedoras callejeras de zambombas que anunciaban la Navidad a lo largo de la calle Obispo Orberá. Fuimos la generación de los primeros brotes de libertad, los que un día fuimos al kiosco a mirar la portada de los tebeos que nos gustaban y al día siguiente nos encontramos con una invasión de revistas con mujeres completamente desnudas. Aquel descubrimiento fue para muchos de n

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