La Voz de Almeria

Almería

Las almerienses que llevan casi 50 años reuniéndose en la misma plaza

Una plazoleta discreta del Tagarete convertida en ágora vecinal donde cuatro generaciones comparten vida, recuerdos y barrio

Las señoras se reúnen cada tarde en su plaza

Las señoras se reúnen cada tarde en su plazaSara Ruiz

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Hay veces en que un simple banco, un rincón cualquiera del barrio, puede convertirse en el centro del mundo. En Almería, cuando la tarde empieza a aflojar su sol obstinado y la brisa del mar se cuela por las calles, ese banco está en una plazoleta discreta del Tagarete entre las calles Leandro de Moratín, Locomotora y Ferrocarril, aunque aquí también lleguen asiduos de las calles Lima, Jaén y Crucero Canarias. El asfalto aún guarda el calor del día, los ventiladores siguen zumbando en las ventanas y sobre el murmullo del tráfico se eleva otro sonido, más suave y constante: el de sus voces. 

Ríen, se llaman por su nombre, se interrumpen con naturalidad. Allí, varias vecinas despliegan cada tarde sus sillas de playa como si montaran un pequeño salón al aire libre. Hablan, observan el paso lento del barrio y, por unas horas, el tiempo parece detenerse.

No son solo vecinas: son cuatro generaciones que han ido tejiendo un lazo invisible que atraviesa casas, portales y décadas. Las madres que bajaban con sus carritos ahora lo hacen con bastones; sus hijas, con bolsas de la compra; las nietas corretean detrás de los niños; y las bisnietas juegan entre los bancos donde sus abuelos ya se sentaban.

Hay algo ritual en su forma de ocupar el espacio: cada una tiene su silla, su lugar y su tono de voz reconocible. Las conversaciones suben y bajan como las olas, entre confidencias, chistes y silencios cómodos. Cada tarde, ese pequeño rincón se convierte en un espejo donde el barrio se reconoce, con sus raíces y sus futuros entrelazados.

Un ritual que da ‘vidilla’

Ovi Alonso, a quien todas llaman cariñosamente “la presi”, lleva viviendo aquí desde 1979. Desde ese mismo año, baja siempre a la plaza, tal y como cuenta a LA VOZ. “Empezamos con los niños pequeños, luego vinieron los nietos y ahora hasta las bisnietas. Yo estoy viuda y esto me da vidilla, me ayuda mucho”. A eso de las cinco en invierno y sobre las ocho en verano, comienzan a aparecer una a una desde los portales, arrastrando las sillas plegables que crujen contra el suelo

El sol baja, las sombras se estiran y el aire se llena de esa mezcla de charla y carcajadas que anuncia que el día está terminando. Se quedan hasta que la luz se apaga del todo. “Si no fuera por esto, cada una estaría en su casa, sin apenas socializar”, confiesa Ovi, mientras sonríe con ternura al mirar la plaza.

No hay convocatorias ni grupos de WhatsApp: simplemente saben que a esa hora estarán todas ahí. Algunas bajan directas, otras llegan desde el trabajo y suspiran como si acabaran de soltar el día. Se saludan con un “¿Cómo va eso?”, se ponen al día de lo bueno y de lo malo, se prestan anécdotas, consuelo. Más que una costumbre, es un latido diario al aire libre.

Las mujeres se reúnen en una parte de la plaza y los hombres en otra

Las mujeres se reúnen en una parte de la plaza y los hombres en otraSara Ruiz

La plaza frente a la soledad

Lo que para algunos es solo una plazoleta sin nombre, para ellas es un salvavidas emocional. En la provincia de Almería, el 17% de la población supera los 65 años —más de 134.000 personas— y, de ellas, un 20% afirma sentirse sola, según el delegado territorial de Inclusión Social, Juventud, Familias e Igualdad, Francisco González Bellido. Mientras las cifras alertan de una soledad no deseada que crece en silencio, aquí nadie está solo: basta bajar la silla y alguien te hace hueco.

Aunque viven en distintos pisos, se tratan como una familia elegida. “Cuando murió mi marido me quedé sola y ellas me decían ‘bájate con nosotras’. Ahora es rutina. Van a comprar y me avisan por si necesito algo”. No hay pantallas ni relojes, solo conversación y compañía. Las tardes discurren lentas y esa lentitud compartida parece curar. “Nosotras hablamos de nuestras familias, de nuestros hijos y también escuchamos a las más jóvenes, que vienen con sus niños”.

Y en esa mezcla de edades está el secreto: los pequeños aprenden a saludar y a escuchar, los mayores se sienten útiles y escuchados. Los límites entre generaciones se difuminan hasta que da igual quién es madre, quién es nieta o quién llegó primero. Lo importante es que están.

La caja de resonancia del barrio

Además de compañía, esta plaza actúa como una pequeña caja de resonancia del barrio: todo lo que aquí se cuenta queda flotando y vuelve, amplificado, al resto de la comunidad. Aquí coinciden las de toda la vida con las que llegaron después, vecinas que han ido creciendo puerta con puerta y que hoy se sientan juntas como si lo hubieran hecho siempre. “Soy gallega, mi padre era militar en Mallorca y acabamos aquí. Hay gente de toda la vida de Almería”, cuenta Ovi, y de pronto brotan anécdotas de mudanzas, partos, veranos, bodas y duelos.

Los recuerdos circulan entre ellas como si se traspasaran de unas a otras sin esfuerzo, mientras los niños corretean alrededor y las mayores los observan con ternura. Esta plazoleta es su archivo vivo, el lugar donde la historia del barrio se resiste al olvido: nombres que solo ellas recuerdan, fachadas que ya no existen y la certeza de que, mientras alguien lo cuente, nada desaparece del todo.

La plaza unas pocas horas antes de que lleguen todas

La plaza unas pocas horas antes de que lleguen todasSara Ruiz

Un paraíso que necesita cuidados

La única sombra en este pequeño paraíso es el descuido. “Se pasan días sin limpiar, está muy dejado. Lo hemos dicho al Ayuntamiento. Vienen un día, limpian y no vuelven. No queremos estar entre hojas secas, los niños juegan por ahí”, lamentan. Lo mencionan sin rencor, más como un susurro que como una protesta, porque saben que el verdadero valor de este lugar no está en el asfalto ni en los bancos, sino en la gente que lo llena cada día de vida.

La plaza por la mañana, repleta de hojas

La plaza por la mañana, repleta de hojasSara Ruiz

Mientras tanto, ellas siguen bajando cada tarde, con sus sillas y su tiempo compartido. Ese espacio que otros cruzan sin mirar es, para ellas, el centro de su barrio: su refugio, su pequeña ágora, su trozo de mundo a medida. Allí, el paso del tiempo se vuelve amable y la vida suena más despacio. Porque hay veces en que un simple banco basta para que todo un barrio siga latiendo.

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