El latazo de las clases de gimnasia
Nos hacían formar en el patio, cubrirnos, ponernos firmes y afrontar unos ejercicios aburridos

El colegio de la Salle fue un adelantado en cuestiones de gimnasia. De su patio salieron buenos atletas y grandes equipos de fútbol y baloncesto.
Para muchos de nosotros, las clases de gimnasia eran un auténtico latazo. Nos sacaban al patio y en vez de dejarnos darle patadas a una pelota, que era realmente lo que nos gustaba a los niños, o saltar a la comba que era el entretenimiento universal de las niñas, nos condenaban a la disciplina absurda de unos ejercicios dictados por un profesor que tenía menos idea que nosotros de lo que era la gimnasia.
Sufrimos aquellas clases de gimnasia cuando los colegios no tenían instalaciones al aire libre, cuando el profesor nos sacaba al patio a que mostráramos nuestros cuerpos enclenques, curtidos en el sol y en la libertad cotidiana de las calles. Padecimos aquellas clases de gimnasia militarizadas en patios que olían a humedad y al aroma de las comidas que salía de las ventanas de las casas vecinas.
Parecíamos atletas sin vocación, enfundados en aquellas camisetas blancas con tirantes que nuestras madres llamaban de sport, que nos servían en invierno para cubrirnos el pecho debajo de las camisas y eran también nuestra improvisada ropa de gimnasia. Todos parecíamos de la misma familia con aquella indumentaria en la que no faltaba el pantalón de deporte descolorido que en muchos casos habíamos heredado de nuestro hermano mayor.
Salíamos al patio con el frío metido en el cuerpo, blancos como la leche, dispuestos a obedecer las órdenes del maestro que sin quitarse el traje y la corbata se convertía en un sargento sin galones. “Venga, en fila”, nos decía, y a continuación nos castigaba con una tabla de gimnasia que consistía, básicamente, en una serie de ejercicios militarizados: “A cubrirse, la mirada al frente”, y nosotros nos cubríamos una y otra vez mientras bostezábamos de aburrimiento. Veníamos de la espontaneidad de la calle, donde la gimnasia era correr detrás de una pelota y de pronto nos preparaban para un ensayo del servicio militar para el que no estábamos mentalizados.
Sobrevivíamos a las clases de gimnasia con la esperanza de que en los diez últimos minutos, cuando el maestro se aburriera de dar órdenes, nos dejara jugar al fútbol. Al terminar la clase nos poníamos la ropa de diario encima de la indumentaria de gimnasia y regresábamos al aula con el sabor amargo del sudor que llevábamos pegado en el pecho.
Años después, cuando dejamos las viejas escuelas de barrio para estrenar los grandes colegios públicos que llegaron en los primeros años de la Transición, descubrimos que aquellas clases mustias del patio de la escuela no eran tan duras, y algunos las echábamos de menos cuando nos llevaban al gimnasio moderno de la nueva escuela para que de una vez por todas aborreciéramos la gimnasia y todos sus artefactos.
Pasamos de cubrirnos y echar el cuerpo a tierra a enfrentarnos al drama de tener que saltar el potro y de subir por la cuerda de nudos hasta llegar al techo. Pasamos de entender la gimnasia como un trámite del recreo a temerla como si fuera una asignatura más. El que no conseguía saltar el potro era crucificado en la libreta por el profesor con la amenaza de un punto menos y era condenado al rango de cobarde por el resto de los compañeros, a una edad, los once o doce años, en los que para un niño no había mayor ofensa que el escarnio público por falta de atrevimiento.
Los que más sufrían entonces eran los gordos. Siempre había algunos en cada clase y siempre eran las víctimas principales de las disparatadas clases de gimnasia. Los que conscientes de sus limitaciones sabían que nunca podrían superar el potro ni colgarse de las espalderas, intentaban librarse del castigo con el clásico certificado del médico que recomendaba que el niño no hiciera gimnasia.
Pero había otros, los más inocentes, que con su carga de kilos de más intentaba hacer los ejercicios aunque supiera que como mucho acabaría sentado en el comienzo del potro o tumbado en medio de la colchoneta. El fracaso era recibido como una fiesta por el resto de la clase, que no tenía piedad del débil y festejaba sus descalabros.