Estos son todos los Matusalén de Almería
La provincia tiene a la fecha actual 111 centenarios

La abuela Ana llegó a centenaria.
A partir de los 50 empiezas a llevarte mal con el espejo; a partir de los 80, de los 90 o de los 100, te vuelves invisible. Los ancianos son como los ficus centenarios del Parque de Almería: se quedan quietos, pero lo han visto todo; llevan en las arrugas el mapa del tiempo y en los ojos, una luz apagada por el viento lento de los años. Caminan despacio porque saben que todo llega y porque han aprendido que la prisa roba los detalles. Cuando hablan, lo hacen con palabras que suenan a domingo, a radio antigua, a música de tango. Son los más ancianos de Almería, algunos ya centenarios, los centinelas de las historias de la provincia que no están en los libros. Las cuentan bajito, entre babas y silencios largos. Los ves en los bancos de la Plaza del Educador o en La Rambla mirando al cielo, como si estuvieran recordando algo o a alguien.
Los ancianos no envejecen, se transforman en memoria. Van soltando útiles por el camino -el vigor, la vista, el oído- pero a cambio ganan algo que los jóvenes aún no entienden: la paz de quien ya no tiene que demostrar nada. Y aunque muchos pasen de largo por el Paseo Marítimo sin verlos, ellos siguen ahí como faroles encendidos en la niebla, con su ternura callada, con su paciencia de siglos y esa dignidad que da el haber vivido tanto. La piel, a los hombres y mujeres centenarios, se les ha vuelto fina como el papel de un libro muy leído y sus ojos tienen la profundidad de cien inviernos. Hablan poco, pero cuando lo hacen, las palabras son como gotas de oro. Si uno entra en la residencia de El Zapillo, donde habita todo este paisaje demacrado -tan cerca de la vitalidad vecina de El Pícaro, por ejemplo- uno empieza a escuchar, entre baberos y sillas de ruedas, entre arrugas y piernas inflamadas, historias de guerras y amores, de trenes de carbón y barcos de vela, de cartas escritas a mano, de bailes bajo la luna y panes horneados con leña. Los centenarios almerienses se diría que no temen a la muerte y la saludan, cuando se acerca, como a un viejo vecino que se asoma por la ventana. Para ellos, llegados a esa edad, la vida no es una línea recta, sino un círculo.
En Almería hay exactamente 111 centenarios a fecha actual, según el Instituto de Estadística de Andalucía. Nacieron, la mayoría, en esos locos años 20, cuando el charlestón, cuando acababan de abrir la pañería El Río de la Plata en la Puerta Purchena y cuando casi un tercio de los padres de familia emigraban a Buenos Aires. Son niños de la guerra, aún vivientes, hijos que fueron de barrileros, de cortijeros, de pastores. Y ellos mismos se hicieron torneros, fresadores, costureras o modistillas, porque en esos tiempos no existía, apenas, el trabajo de oficina. Algunas aún se pintan el rabillo del ojo y otros se echan brillantina en el escaso cabello. Toman el sol cuando pueden, comen sin dentadura, ven retratos antiguos de la familia y matan la tarde jugando al bingo o mirando a Juan Imedio con el pastillero cerca.
Puede que los 100 de ahora sean los 90 de hace unas décadas: cada vez duramos más en este mundo; cada vez hay más residencias para ancianos. En el Almanzora hay proyectadas media docena y esta semana, hemos sabido que la empresa Caser proyecta otra en Nueva Almería. Allí terminarán sus días, dentro de mucho tiempo -todo llega- muchos de los que ahora han comenzado a construir una familia en el residencial de La Térmica y empujan un carrito de bebé.
Cuando entrevistan a estos privilegiados centenarios, hay una pregunta recurrente: el secreto de su larga vida. Unos responden que poco plato y mucho zapato, otros que no enfadarse por nada o echarse una buena siesta. Todos coinciden en que su mayor deseo es que les toque la lotería. Hay ejemplos legendarios de centenarios almerienses: aquel Jaime el Balsicas, labrador, que vivió en Los Oribes de Huércal Overa, que salió en el ABC, en 1956, porque se casó con 96 años con su vecina Anica Martínez, de 80 años, y murió más que centenario; o aquel José Cruz, de Pescadería que fue al programa de Juan Imedio a buscar novia con 97 años; o aquella Josefa Martínez, de Serón, que fue nodriza de los Giménez de Antas, que nació en 1803, antes de que Napoleón invadiera España, y que murió en 1912 con 109 abriles.
Sirva como homenaje a todos estos matusalenes almerienses de más de un siglo, esta pequeña nómina, algunos todavía con vida: María Ramona (Albanchez); Mateo Soler López (Garrucha), que perdió los dedos en la guerra, ejemplo de superación; Encarnación Escobar (Balerma); Benito Espinosa, el Matito (El Ejido); Carmen Sánchez López (Gádor) criada en un cortijo de Paulenca, trabajó en un almacén de naranjas donde fue la primera mujer en ponerse unos pantalones y en asegurar que había visto en el cielo un plantillo volante; Francisca Ferrer (Huércal de Almería), cocinera; Dolores La Mora (Olula del Río), Presenta Sorbas Ruiz (Terque) hija de barrilero; María la Relojera (Gádor) costurera, cosió más de cien trajes de novia, tantos como sus años; María Moreno (Oria) partalobera de nacimiento, viuda de Pedro Sánchez; Concepción Castillo (Fiñana) de la familia de Los Lunicas de Venta Nueva; Isabel Ponce (Palomares) nació sietemesina y creían que se iba a morir, sembraba panizo y alfalfa, en Francia, de emigrante, conoció por primera vez una lavadora; María Fernández Cazorla (Viator), vivió más de 50 años viuda; Gabriel Galdeano Ortega (La Mojonera) el más anciano en un municipio joven; y Ginés Soto Cegarra, cartagenero, residente en Garrucha y Vera, más que centenario y aún en sus cabales, uno de los más sabios y hábiles electricistas que ha dado la provincia.