La Voz de Almeria

Níjar

Nubes de mosquitos, 50 grados y letrinas al aire libre: radiografía de la vida en Níjar

Dos escuelas improvisadas buscan aportar un poco de luz en mitad de un paisaje de miseria

Asentamiento chabolista de El Hoyo, en Níjar.

Asentamiento chabolista de El Hoyo, en Níjar.Elena Ortuño

Elena Ortuño
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Es abril y en la chabola el aire no se mueve. Cuando llegue el verano el termómetro rezará los cincuenta grados y Mohamed apenas podrá respirar. Afuera, el poco frescor que traerá la noche se verá arruinado por las nubes de mosquitos que volarán desde el vertedero. Dormir no será un desafío, será una quimera.

Para Mohamed, las mañanas se repiten como un gesto aprendido. Las garrafas vacías amontonadas a las puertas de su improvisado y precario 'hogar' susurran que el agua no llega sola. Todos los días al amanecer recorre pesadas cuestas y terraplenes hasta llegar a una balsa agrícola, desde donde un arcaico sistema de tubos le proporciona agua para lavar, pero no para saciar la sed que abrasa su garganta. Sin red eléctrica ni baños, su vida allí la improvisa entre velas, pequeñas placas solares -que apenas le permiten cargar su móvil- y letrinas excavadas directamente en el terreno.

Un hombre tira de su carro improvisado para llenar las garrafas de agua.

Un hombre tira de su carro improvisado para llenar las garrafas de agua.La Voz

Los dos asentamientos principales de la zona

Oculto en una hondonada e invisible desde la carretera se encuentra El Hoyo, uno de los asentamientos de migrantes de Níjar y 'hogar' desde hace años del joven Mohamed. Su chabola, como el resto, la levantó él mismo, con ese ingenio que solo despierta el hambre. A su alrededor habitan unos 40 residentes estables, aunque en plena campaña agrícola pueden llegar a ser más de 120. Todos alojados en precarias 'viviendas' construidas a partir de palés desgastados y lonas devoradas por el sol.

En El Hoyo no hay niños. Ni risas. Ni escuelas cercanas. Solo hombres jóvenes -y alguna que otra mujer-, en su mayoría marroquíes de dos pueblos del Atlas, que resisten sin agua corriente, con dificultades de acceso a la asistencia sanitaria y con el porvenir desdibujado. No son los únicos.

A pocos kilómetros, subiendo por caminos de tierra entre invernaderos, se encuentra Don Domingo de Arriba, también conocido como Atochares. Allí, la realidad no es muy distinta, aunque sí más amplia y compleja. Viven unas 600 personas, organizadas por procedencias: ghaneses en la parte baja, marroquíes en la alta.

Vista aérea del asentamiento de Atochares, levantado junto al mar de plástico.

Vista aérea del asentamiento de Atochares, levantado junto al mar de plástico.La Voz

La 'vivienda' de Mattin, un joven cristiano de Ghana, se alza sobre las ruinas de un cortijo que ya no conserva ni el nombre. Está hecha con bloques de cemento apilados a golpe de esfuerzo y sudor. La suya es una casa fronteriza. Más allá empiezan las de sus vecinos marroquíes, donde el contraste se vuelve casi dantesco. Un carricoche de bebé, aparcado en un porche, se convierte en un pequeño espejismo de normalidad en mitad del abandono. Aquí sí hay niños: niños que se crían a pocos metros de un prostíbulo, heredero de uno anterior que ardió en un incendio, cuando el fuego devoró decenas de chabolas y dejó a muchos con lo puesto.

En ocasiones, Mattin camina por el asentamiento pisando los cables sueltos que, como serpientes, se enredan en el suelo, expuestos a la lluvia y al juego inconsciente de los más pequeños. A diferencia de El Hoyo, en Atochares sí hay luz; una electricidad que llega a través de enganches ilegales y que, con más frecuencia de la que les gustaría, los sume a todos en la oscuridad.

Río de basura junto a las chabolas de Atochares.

Río de basura junto a las chabolas de Atochares.Elena Ortuño

Entre las ausencias cotidianas se encuentra también el agua: solo una fuente activa abastece al asentamiento, ubicada cuesta arriba y a varios cientos de metros. De la misma forma, la recogida de basura es mínima: dos contenedores para cientos de personas. El resto acaba en el Barranco del Búho, convertido en un vertedero que atrae enjambres de insectos, como el que le picó al joven ghanés en la mano. Lleva un par de días con la carne hinchada, tensa y brillante, como si en lugar de piel le hubieran inflado un globo de feria.

Sabe que el acceso a la sanidad es un derecho reconocido, pero le resulta difícil de ejercer. Las barreras idiomáticas, la desconfianza hacia el sistema y la falta de información impiden que acuda al centro de salud para extraer el veneno. La picadura de araña no es lo que más le preocupa. En los asentamientos se han detectado casos de tuberculosis y sarna, enfermedades que se propagan con facilidad en contextos de hacinamiento y falta de higiene como el suyo. A esto se suma un problema estructural: la zona cuenta con solo tres ambulancias para atender a una población de más de 50.000 personas, lo que hace que cualquier urgencia dependa, muchas veces, de la suerte.

El cableado eléctrico en Atochares va por la superficie, desamparado ante la lluvia.

El cableado eléctrico en Atochares va por la superficie, desamparado ante la lluvia.Elena Ortuño

Níjar, donde la estadística se queda corta

Tanto el asentamiento en el que vive Mohamed como el que le da cobijo a Mattin comparten una precariedad estructural que se sostiene en el tiempo. Según el último informe de la Fundación Comunitaria Almería Tierra Abierta, en Níjar viven unas 1.200 personas en infraviviendas, aunque otras organizaciones sociales elevan la cifra a cerca de 5.000. Desde la asociación advierten que aunque su informe está fechado en otoño del año pasado, recoge "datos eternos, ya que no han mejorado ninguna de las condiciones en las que viven”.

La ausencia de mejoras palpables ha hecho brotar, en uno de los callejones polvorientos de Atochares, una tienda improvisada. Vende pan, latas, garrafas de agua… y también alcohol y droga. No hay letrero ni falta que hace: todos saben dónde está, todos han pasado por ella alguna vez

"Vivir aquí te degrada. El paso del tiempo se cuenta con años de perro"

Un miembro del Servicio Jesuita a Migrantes (SJM) lo resume con claridad: “Estos chicos llevan aquí cuatro o cinco años y su situación no ha mejorado. Muchos están sin trabajo durante meses. Si eres protestón en el invernadero, te dicen que no vuelvas más. Al final, vivir aquí te degrada, el paso del tiempo se cuenta con años de perro. Hemos trabajado con personas muy prometedoras que han acabado siendo alcohólicas y drogadictas al no ver una salida”.

Una cocina dentro de una 'casa de lujo', al estar construida con bloques de cemento.

Una cocina dentro de una 'casa de lujo', al estar construida con bloques de cemento.La Voz

El español como punto de partida

Aun así, no todo está perdido. En ambos asentamientos, los propios vecinos han construido pequeños espacios donde se imparten clases de español. Sillas desparejadas, pizarras colgadas en las paredes de tela y cuadernos compartidos dan forma a estas aulas precarias. “21 de marzo, Día Internacional del No Racismo”, se lee aún en una de las pizarras. Las clases las imparten diferentes ONG, con gran presencia del Servicio Jesuita de Migrantes (SJM). El objetivo: dotar a los alumnos de herramientas básicas para desenvolverse en su día a día y, con suerte, dejar atrás las chabolas; un sueño que algunos consiguen.

En Casa Arrupe, un proyecto discreto y firme que gestiona el SJM, viven seis inmigrantes que han salido del asentamiento. Estudian, trabajan y participan en programas de inserción. Se trata de una prueba de que otra vida es posible, aunque el camino sea largo y no esté al alcance de todos.

Pizarras en el aula del asentamiento.

Pizarras en el aula del asentamiento.Elena Ortuño

Todo esto ocurre a pocos minutos en coche del mar de plástico que sostiene la economía de la provincia. Los invernaderos de última generación, con sensores de humedad, control biológico y exportaciones récord, contrastan con las garrafas de pesticidas vacías reutilizadas como cantimploras por los trabajadores.

En el mismo municipio donde florecen cultivos hidropónicos y apartamentos dedicados al turismo de sol y playa, cientos de personas viven sin agua corriente, sin luz legal y trabajan por alrededor de cinco euros la hora -por debajo del convenio agrícola-. El llamado milagro almeriense tiene su cara oculta, y está agrietada. Bajo los datos de productividad y sostenibilidad, se extiende una realidad paralela, silenciosa, que también forma parte del balance final de una tierra de contrastes.

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