Pudimos sobrevivir sin guasap
“Antes, las hostias que se repartían en la rambla en la rambla se quedaban no hacían falta ni tuiter ni guasap”
Una de las reacciones más frecuentes ante la incorporación de las nuevas tecnologías a nuestra vida es una especie de melancolía retrospectiva. “Ah, qué no habría sido de mis estudios, de mi ocio, de mis relaciones y de casi todo, si hubiera contado con este invento o con tal dispositivo, ahora ya incorporado y asumido en mi día a día”.
Sin embargo, cada vez tiendo a pensar más en la suerte que tuvimos los que atravesamos la adolescencia sin la presencia del aparataje cotidiano de teléfonos, redes sociales y mensajerías varias. Y no es que seamos mejores, peores o diferentes que los que ahora viven el tránsito de hacerse mayores enganchados a todo eso: simplemente nos libramos de vivir nuestra vida en una pantalla. Ayer mismo la prensa relataba la intervención policial para detener a dos zangolotinos de 14 y 16 años que habían grabado y difundido en internet una paliza a otro chaval. No conozco en profundidad el caso y tampoco me parece una cosa del otro mundo. Me limitaré a decir que si la transmisión inalámbrica de datos hubiera sido una realidad en los años setenta, el cauce de la rambla frente a La Salle habría sido declarado zona catastrófica. Ese valle urbano era campo de honor y descalabro en donde lo que no podía dirimirse en el patio del colegio, siempre sobrevolado por el ojo de halcón de algún hermano o maestro, se resolvía a la salida de clase. Paradójicamente, una sociedad que ha equiparado la permisividad generalizada con el progreso se muestra pacata en algunos aspectos más naturales que sociológicos. Antes, estas cosas sucedían y no había que dar cuenta a nadie, salvo a los practicantes de la Casa de Socorro cuando la cosa superaba la frontera del “hacerse sangre”. No había tuiters, ni guasaps, ni puñetera falta que hacía. Las hostias que se repartían en la rambla en la rambla se quedaban. Y miren ustedes: hemos sobrevivido.