El único ‘pueblo’ de España donde no se atrevió a entrar el COVID
Carta del director

Poblado de Atochares, en Níjar.
Diana aprovecha las horas de la mañana en las que los casi quinientos hombres del poblado están trabajando en el campo para aprovisionarse del agua que utilizará desde el atardecer. Lo hace utilizando un precario monopatín que quizá rescató en un uno de los vertederos improvisados que hay en la comarca. Sobre sus reposapiés sitúa dos bidones con cinco litros que ha llenado de la única tubería que los abastece y con el impulso de sus manos recorre la empinada cuesta de tierra y piedras que separa Esa única toma de agua del puticlub donde trabaja todos los días de la semana. Llegó desde Sudamérica hace más de seis años y su primer destino fue en la fresa de Huelva. Después entró en la oscuridad de las mafias de la prostitución y en el lleva desde entonces. Embutida en un pantalón y un polo que la harían pasar inadvertida en cualquier calle de cualquier ciudad, Diana es una de las cinco prostitutas que “trabajan” en un poblado en el que, en determinadas épocas, viven más de quinientos jóvenes.
El medio kilómetro que recorre varias veces cada mañana desde la toma de agua hasta el entarimado de tableros, cartones y plásticos donde presta sus servicios por diez euros, es un camino improvisado franqueado a izquierda por una línea discontinua de paredes levantadas sobre un entarimado de maderas, bloques, cartones y plásticos y, a derecha, por un río de basura acumulada en la que todo encuentra acomodo. Da miedo pensar el hedor insoportable que aquel caudal en permanente crecida de residuos puede alcanzar cuando el calor alcance los cuarenta grados habituales en el poblado.
Mientras Diana acarrea el agua que más tarde utilizará para consumo y aseo después de cada servicio, los jóvenes que permanecen a esas horas en la penumbra abarrotada de mantas, utensilios de cocina, ropa y trapos de imposible uso en interior del laberinto indescifrable de las chabolas son los que ese amanecer no han encontrado trabajo.
Quien si recibe el afecto no impostado de quienes esperan a la amanecida del día siguiente para poder cobrar los cinco euros por hora de trabajo es Joaqui, un jesuita de Menorca que habita en la casa Arrupe de Pueblo Blanco y que se dedica sin desmayo a intentar mejorar la vida de los habitantes de los poblados de la zona.
Curtido en la experiencia de seis años viviendo y conociendo los problemas de aquella Torre de Babel y de quienes la habitan, Joaqui ya ha escapado, con el conocimiento que da la experiencia y el aprendizaje del desencanto, al inmenso error de sacralizar o demonizar a los migrantes a los que, sin discriminación alguna, ayuda cada día.
En las apenas tres horas que recorrimos los asentamientos, Joaqui, además de recibir la sincera calidez del saludo de los migrantes ese día sin trabajo, solicitó un inyectable de urbasón para un magrebí con un impresionante hinchazón en una mano provocado por la picadura de un mosquito; se interesó por el estado de una chica que había sido operada de una hernia hacía días y que, tras ser dada de alta en Torrecárdenas, había contraído una infección por la insalubridad de su chabola y se movilizó para saber el estado de salud de uno de los pobladores del asentamiento que llevaba tres días ingresado en la UCI de Torrecárdenas. “Ya lo dijo el padre Arrupe, debemos a aspirar a que, cuando nos vayamos de este mundo, lo hayamos dejado un poco mejor de lo que lo encontramos”. Esa es su filosofía y lo que le mueve, junto a otros… jesuitas a vivir en un mundo donde ni Dios ha querido llegar.
Y no solo Dios, también el Covid. Durante los casi tres años de pandemia, en el asentamiento de Atochares no se diagnostico ni un solo caso de la enfermedad. Joaqui no encuentra la razón- no puede ser la genética de la raza, en otras zonas de África sí causó estragos, dice-, pero lo cierto es que aquí no hubo ningún brote ni ningún caso.
¿Milagro? No. Quizá la razón esté en que en aquel poblado de miseria y desolación no se atrevió a entrar ni el virus. Un olvido más a añadir a esa agenda de carencias interminables a las que los jesuitas y sus voluntarios intentan acorralar.