La Voz de Almeria

Opinión

2005: lo que el viento nunca se llevó

Aquella maleta de cartón que sigue prendida en el corazón de miles de almerienses

Espectáculo de La Fura dels Baus en la inauguración de los Juegos Mediterráneos en Almería.

Espectáculo de La Fura dels Baus en la inauguración de los Juegos Mediterráneos en Almería.

Manuel León
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Han pasado veinte años años de la epopeya, lo mismo que lleva enhiesta la mole carbonera, aunque para Gardel ese tiempo no sea nada; y 26 desde que Claude Collard gritó en la antigua Cartago aquello de “A la ville de…Almería” que para nosotros fue como cuando Rodrigo de Triana gritó ‘Tierra”; y han pasado 35 desde que todo comenzó ante una servilleta del Bahía de Palma de Diego Zaragata, con Antonio Sáez Lozano y José María Granados frente a frente, esbozando, sin aún siquiera imaginarlo, lo que iban a ser como unas Sagradas Escrituras para la ciudad.

Los Juegos, aquellos Juegos de 2005, que ahora van a conmemorarse en la ciudad con nardos y pólvora, fueron una ilusión prendida del corazón de miles de almerienses. El tiempo y el viento lo borran todo, como las olas de Las Almadrabillas borraron la huella de nuestros antepasados. Pero ahí quedó 2005 como el año en que Almería entró en la historia del deporte con versales doradas. Por eso, hay que recordar los bastidores de un hito emocionante que cristalizó con ese grito desaforado, redondo, en Túnez, y con el espíritu de ¡Juntos podemos! Y pudimos.

El deporte va unido al pellejo histórico de esta ciudad meridional, veteada de británicos de su majestad que acudieron aquí a hacer negocio cabalgando a lomos del XIX: los Spencer, los O’Connor, los Kirpatrik, que trajeron el té, el lawn tennis y el tiro de pichón a una ciudad de casas encaladas de planta baja, donde las mujeres se afanaban en fabricar esteras de esparto y los señoritos se jugaban los cuartos en el casino. Una Almería ubérrima, preñada de ricos y pobres, como advirtieran Pedro Antonio de Alarcón y Davillier. Se movía el deporte entonces -como ahora- entre el ocio y el negocio, con prácticas, tan distinguidas y distantes ahora, como los bolos, las peleas de gallos, las regatas o el críquet, aunque los nativos habitaran en míseras cuevas. Pero medraba esa otra Almería ampulosa de principios de siglo, la de los sport, la hípica, los primeros velocípedos. La Almería de las familias: los Viciana, los Pérez, los González Egea, los Campos, los Almansa que se dedicaban a esas prácticas pioneras que hemos visto alguna vez en superocho: caballeros con grandes bigotes y señoras con pololos golpeando la raqueta en las cercanías del Cortijo Fischer o en el solar que hoy ocupa el Gran Hotel. Y los veranos, cuando los almerienses se abrían al mar, con carreras de bicicletas por el malecón y regatas en la rada, frente al balneario Diana y San Miguel. Y el football, o balompié que trajeron marineros tatuados de Cardiff y Southampton hasta este puerto uvero y minero, una afición que prendió tanto y tan desordenadamente que el Gobernador Civil, Sánchez Ortega, tuvo que prohibir en 1923, mediante un bando, “que se practicara balompié callejero en calles y plazas por el riesgo para carruajes”. Fruto de esa locura por el primitivo football llegaron a patear en Almería el mítico Gaspar Rubio -el Mago de astrágalo- y Ricardo Zamora, el Divino.

Resbalaron los días y las décadas por el almanaque de la ciudad y esa pátina de viento sereno, de punta en blanco de principios de siglo, de miriñaques y odaliscas, de juegos florales perfumados de petunias y galán de noche, se transformó en barlovento con un cuajo de noche cerrada: los duros años 30 y 40 provocaron la desaparición de muchas de estas aficiones deportivas que se fueron cerrando como un viejo baúl. Y después irrumpió aquella Almería del Espíritu Nacional fraguado entre flechas y pelayos, entre cornetas de falange y calcetas de la Sección Femenina. Y cundió la gimnasia y los equipos de atletismo, las excursiones de tiempo libre a Abrucena y las veladas de boxeo de Gallart. La vena deportiva tan estrechamente ligada a Almería, con luces y sombras, con crecidas y quebrantos a lo largo de su historia; tiempos pretéritos, urdimbre de lo que vino después: la generalización de la actividad deportiva en todas las capas de la sociedad; la sensación de que el deporte, su práxis, nos ha hecho mejores almerienses, mejores personas. Y por encima de todo, ese espíritu del 2005, que se va a recordar ahora, después de dos décadas, con los voluntarios como piedra de toque; esas imágenes que han quedado para siempre grabadas en el anaquel púrpura de la ciudad; ese anillo de instalaciones deportivas en la antigua Vega, antes de hortelanos, y ahora de atletas; La Fura del Baus, con su espectáculo Almariya Bayyana y su particular visión de la historia de Almería; el aliento de Paquillo Fernández en tránsito por el Cable Inglés; el penacho dorado de Carlinhos Brown y la guitarra de Pat Metheny; el sudor de Rafael Amargo y los rizos de David Bisbal; el rictus de Samaranch y del Borbón, ahora en el destierro oriental; los codazos en los palcos y abajo, sobre todo abajo, el desfile de 25 países, cientos de deportistas orgullosos de portar la bandera de su país sobre el tartán almeriense. Almería, convertida en una torre de babel, en un trozo del mundo, por primera vez en su apesadumbrada historia. Y, por encima de todo, los miles de ojos que se humedecieron cuando hace veinte años vieron salir en el Estadio a aquellos tristes hombrecillos que, en silencio, portaban su querida maleta de cartón, una imagen que el viento no se ha llevado. 

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