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Opinión

La catedral sumergida de Almería

La catedral sumergida de Almería

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La leyenda pervivió hasta bien entrado el siglo XVII, pero después cayó en el olvido porque la sola mención de aquella historia, una catedral subterránea que el agua salada del mar había abnegado, se consideró una superchería, una maledicencia de la que nadie debería volver a hablar, bajo las penas de excomunión y destierro.


Sí, aquellos rumores eran infundados; el interés en acallarlos no se correspondía con la ligereza de la invención popular, que fabulaba con una segunda catedral bajo el subsuelo en la que nada faltaba. Esculpida en la piedra viva, se habría edificado un altar colosal con su nave y varias capillas, graneros, mazmorras y las caballerizas para la soldadesca.   


Consagré muchos años a la investigación, al estudio de la construcción de las dos catedrales, nada pude sacar en claro, todas las versiones y mis escasos descubrimientos se desvanecían entre las sospechas hacia la imaginación febril del pueblo y el secretismo de los próceres de la fe. Si de aquellos desconfiaba, a los otros nunca llegué a creerlos, no obtuve resultados, la pasión se debilitó y fui abandonando cualquier ilusión por descubrir la verdad.


En una de las cartas del Obispo Villalán, verdadero artífice de la construcción de la catedral, al arquitecto Juan de Orea, mencionaba un secreto que sólo ellos compartían, ¿pero quién podía llegar a descifrar aquellas palabras? La tenacidad del tiempo  borró todas las pistas, pero la intuición a veces sobrepasa el tiempo. Ayer,  después de la misa por el alma de Salvador Ortundo, amigo y confidente de mis desvelos por este templo, estuve deambulando por la catedral, al llegar hasta el sepulcro del Obispo Villalán, la figura del perro que descansa a sus pies, brillaba bajo la luz del sol y sus ojos de mármol empezaron a llorar, parecían resucitados.


Leí como había hecho cientos de veces el epitafio, escrito en latín. “... aquí yace en el fondo del frío mármol, el clamor del terremoto que a esta magna iglesia destruyó”, y  siguiendo un impulso metí mis dedos por los ojos del perro y el sepulcro giro sobre sí mismo hasta dejar al descubierto una escalera de caracol tallada en la piedra. Nada más bajar los primeros escalones caí al vacío, al agua salada y oscura que abnegaba los muros de catedral mítica, habían dejado de ser un sueño para convertirse en mi cárcel y mi tumba, sino lograba salir de allí. Oí girar de nuevo el sepulcro del obispo, la luz tenue que llegaba hasta este lugar desapareció y me estremecí, acaba de perder la posibilidad de regresar por donde había entrado.


Logré desnudarme, la ropa era un estorbo y a ciegas nadé de un lado para otro hasta tocar unas piedras y poder descansar encaramado sobre ellas. Necesitaba algo de sosiego, evitar el miedo y dejar de tiritar. Anduve a gatas, el suelo resbaladizo y traicionero detenía mis pasos, después de recorrer un túnel angosto, el aire parecía menos insalubre y sobre las aguas negras de las cavernas inundada, vi el reflejo de  una mancha de luz mortecina, me zambullí y busqué el origen de aquella luz que flotaba en el agua como si fuera mi última esperanza.


Después de varios intentos abrí los ojos dentro del agua y seguí extenuado hacia la claridad, rompí de un codazo una delgada capa de alabastro y salí a la pequeña balsa del jardín de la catedral, junto a la araucaria gigante. Miré mi reloj sumergible, la una de la madrugada. Allí estaba paralizado y pensando como escapar de aquel

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