España a fuego y sangre
España a fuego y sangre
Hasta hace cuatro días Cimas de San Raimundo, sólo era un pueblo de no más de cien almas, trece perros, un censo impreciso de gatos y dos vacas viejas. El pueblo retozaba placido y holgazán, sobre un claro del bosque de nogales, castaños y alcornocales que cubrían la ladera septentrional de la Sierra de Camargo, pero llegó el fuego como sí llegara la sangre, y después el espanto de ver la tierra calcinada y sepulta. Bajo las cenizas y las ascuas aún calientes se despereza la decepción, la desesperanza tiznada del gris de las cenizas que desbordan el horizonte, más allá de un cielo mustio que ya no le quedan ganas de ser cielo, quisiera volverse sombra y no llegar al alba.
Antes de aquella noche que las llamas y una lengua de fuego rodearon a Cimas de San Raimundo, sólo llegaba el panadero tres veces en semana, un cura para confesar a los beatos y a Tadeo, un agnóstico que no le importaba pegar la hebra aunque tuviera que acercarse hasta el confesionario. El Ayuntamiento llevaba más de dos años cerrado por falta de presupuesto y la taberna de Amalia seguía abierta, aunque ya sólo entraba ella y el cartero que ni se molestaba en repartir la escasa correspondencia, que tiraba en el mostrador de cualquier manera.
Las casas se habían salvado, pero el pueblo parecía un féretro blanco de los que sirven para enterrar los niños cuando mueren. En medio de tanta desolación el aire se volvía irrespirable, cargado de angustias tenebrosas que nos tenían enfierecidos y alucinados, arrugados en la tristeza y muertos antes de muertos.
A todos nos faltaba la valentía, acobardados como estábamos para decir la verdad: que el bosque se puede quemar, eso es inevitable, pero pararlo si esta limpio de maleza y hay medios se hace y se hace rápido, pero los bomberos llegaron tarde y los hidroaviones aparecieron cuando amanecía. Nos evacuaron y prohibieron que ayudáramos, aunque nadie como nosotros conoce el bosque.
La mañana del sábado trajo a la familia Belmonte, unos churreros y feriantes, que recorrían las verbenas de la comarca. Nadie sabía muy bien que vinieron hacer, pues este año los festejos estaban suspendidos. Le dijimos que era mejor que se fueran, pero ellos no querían, llevaban toda la vida viniendo a Cimas de San Raimundo y ahora no iban a dejarnos sin churros y chocolate.
Tayik un paquistaní casado con la hija menor de los Belmonte, también montó una cama elástica y su hermano recién llegado de Islamabad vendía espadas de luces y otros cachivaches que brillaban en la noche oscura y sin ternura de este pueblo quemado, de esta patria achicharrada. ¡Que prosigan las verbenas y la música vibrante descanse al pueblo! Que no acabe nunca el alegre cortejo de los niños que comen manzanas de rojo caramelo, como el fuego y la sangre, que crezca el jolgorio de los niños que saltan y se elevan como santos que vuelan por encima de los cerros de la Sierra de Camargo.
Aprendamos a fingir a esquivar la pena impuesta, la tristeza decretada por los autores y sus cómplices de este tiempo de miserias y traiciones. No vayamos a ser esclavos del abuso ajeno y menos del propio, detengamos el círculo opresivo de las ruindades y a los mercenarios de las revanchas.