En una ventana de mi casa
Uno de los problemas de España es que perdemos mucho tiempo en debatir y reinterpretar problemas eficazmente superados por países de nuestro entorno. Y entre ellos, quizás el más desquiciante de todos sea la cuestión de la identidad nacional. Durante muchos años, uno de los valores descriptivos de los españoles ha sido hablar mal de su país. Vuelvo una vez más a los famosos versos de Joaquín Bartrina sobre esta cuestión, que probablemente sea la aportación más lúcida al debate: ”Oyendo hablar a un hombre, fácil es acertar dónde vio la luz del sol; si os alaba Inglaterra, será inglés, si os habla mal de Prusia, es un francés, y si habla mal de España, es español”. Bartrina, que por cierto era catalán (Reus, 1850 - Barcelona, 1880) no llegó a imaginar la precisión con la que sus palabras seguirían explicando este insólito psicodrama colectivo siglo y medio después de haber sido escritas.
En 2018, hablar bien de España es, para cualquier español, la antesala del etiquetado despectivo, de la catalogación peyorativa o del señalamiento hiriente por parte de partidos, colectivos y grupos que han crecido en la idea de que España y lo español eran sinónimos de atraso y casposa rusticidad, cuando no de imposición invasora o alguna otra majadería sideral.
Pues bien, frente a ese sentimiento sobre el que el paso del tiempo y el peso de los hechos ha dejado una gruesa capa de óxido mental, hay un creciente sentimiento de normalización de la identidad nacional española que asume con naturalidad el libro completo de la historia de un país que tiene páginas sombrías y capítulos deslumbrantes. Un país con una bandera común que no representa una idea, sino un punto de encuentro. Una bandera que no se explica en una forma de ser o de pensar, sino en un espacio de convivencia en donde todos tienen su sitio. Y por lo que a mí respecta, el sitio de esa bandera es ahora una ventana de mi casa.