La Voz de Almeria

Opinión

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lll Corre un tiempo de agónicas decadencias artísticas, habituadas a un narcisismo enfermizo y crepuscular. Bajo el amparo de las etiquetas “vanguardia” o “contemporáneo”, se mantienen, aferrados, una cohorte de pseudocreadores a esquemas que legitiman, siempre en hábiles colectivos de encuentros o exposiciones, un proceder que valora cualquier cosa como una gran creación y atribuye a su artífice un papel de trascendencia; capaz de actuar y dirigir, a modo de sabio gurú, una sociedad cuyo único sentido de existencia se cifra en ser la receptora de tal cúmulo de portentos y genialidades. Ante tanta tontería, siempre es bueno mantenerse vigilante y nutrirse, constantemente, de las grandes creaciones -éstas sí- que en el mundo han dejado –y dejan- los verdaderos artistas de altura. Una obsesión desmedida, sustentada por una ilusión que no decae, garantiza el inicio de un proceso durísimo que culminará con el alumbramiento de la gran obra. En todo este periplo de trance, el pensamiento es siempre elevado, grandioso e importante; no hay lugar para la mezquindad, la autocomplacencia o la resignación. En él, se produce un reto permanente del autor consigo mismo que le lleva a transitar espacios donde su potencia se usa, sin desfallecer, en los límites máximos que su capacidad atesora. El verdadero artífice sufre de una fiebre crónica que pone, siempre, toda la carne en el asador. Vuelvo constantemente a Beethoven, paradigma de cuanto digo. No hay en toda su obra ni una sola nota, ni un solo compás, que no se halle transido de esta febrilidad y energía. Su pensamiento es siempre enorme y portentoso. No queda un solo hueco para el recurso fácil o la idea mediocre. Todo se halla al servicio de una expresión y poética elevadas, que abarcan todos los registros anímicos del ser. Desde oscuros e inquietos presagios del drama, la tragedia, la muerte o la desesperanza, pasando por el júbilo, la lucha y la victoria, el esfuerzo, hasta la celebración, la orgía y la resurrección, diríase que todo está en su obra; el hombre entero con el particular drama de su existencia. Y sin embargo, pese a tanto derroche de expresión, que lo hace rabiosamente moderno, no hay una sola nota –también aquí- de su extensa producción que necesite una justificación extramusical. Sus obras, incluso las bagatelas aparentemente intrascendentes, son edificios sólidos de estructura y armonía; absolutamente indestructibles. Beethoven no se apartó nunca de la forma sonata, base del clasicismo musical; llevó su esquema a límites pavorosos, nunca vistos antes, pero como en Bach o Mozart, el equilibrio y perfección son consustanciales a sus obras. Esto, precisamente, que con tanta frecuencia olvidan los creadores actuales, las convierte en gran arte.

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