Adiós al abuelo de Garrucha

Se ha ido el tío Juan Escánez tras cumplir los cien años

Juan Escánez Cano ha fallecido en Garrucha con cien años.
Juan Escánez Cano ha fallecido en Garrucha con cien años. La Voz
Manuel León
10:10 • 19 mar. 2024 / actualizado a las 10:29 • 19 mar. 2024

Un siglo de vida -cien años enteros bien vividos- han tenido que pasar para que el tío Juan Escánez, el abuelo de Garrucha, cierre para siempre los ojos. Se ha ido Juan tras una vida de trabajo y de aspiraciones cumplidas, dejando un santuario del buen yantar en en Malecón. Con un siglo a sus espaldas, seguía, hasta hace poco, tan pinturero como cuando tenía veinte años: con sus tirantes, fino como una colaña, con el gallao cerca por si hay que ajustar cuentas, con su bigotillo perenne; seguía siendo el mismo que sembraba cereal en La Jara y que se divertía yendo de tangai a Garrucha, porque aunque había cumplido ya cien años redondos, él, Juan Escánez Cano, se sentía aún como cuando tenía 20, aunque el espejo dijera otra cosa, y si tenía que lanzar un requiebro a una mujer, se lo lanzaba. A Juan, el abuelo del Escánez, lo llevábamos viendo décadas sentado en la puerta del restaurante, bajo el chambao de madera del Malecón, en sueño o en vigilia, con los mofletes colorados por los vasicos de vino digeridos y el pelo más blanco que el armiño. 



Se le conocía como 'el viejo del Escánez', uno de los templos del marisco garruchero, pero Juan, hombre de largos silencios y profunda mirada, era mucho más que eso: nació en la meseta garruchera de La Jara, en una finca y un cortijo de don Carlos García Alix que sus padres -Antonio Escánez y Josefa Cano- llevaban en régimen de aparcería. Allí se crio Juan, cuando aún no era centenario como el coñac, sembrando trigo y cebada, abriendo surcos con el arado como en la antigua Mesopotamia, trillando en la era, aventando la mies y guardándola en el granero dispuesta para ir molturándola en el molino de Juan Sánchez en Turre o en el de los Alarcones de Mójacar. Por las noches se juntaban, él y sus hermanos -eran ocho- en la escuela de La Jara que llevaba una hermana de don Carlos y que estaba al lado del cortijo de los Alforos. Apenas aprendió a leer y a escribir porque su vida era el trabajo de la tierra y la crianza de los animales. Con los años, su padre le entregó una cabra que él pastoreaba, como un Miguel Hernández, y alimentaba con la hierba fresca de la Atalaya. Después atravesaba con el animal la Cañá Flores, subía por la calle la Cuesta y vendía la leche ordeñándola en la puerta de las casas a peseta el litro, apretando y apretando los pezones de la chiva hasta exprimirla para ganarse el jornal un día tras otro.



A Juan nunca le gustó embarcarse para ir a la mar ni otro oficio que no fuera el de sembrar y recoger, pero los hijos -tres: Antonio, Josefa y Paco- iban naciendo y decidió hacer el petate y marcharse de emigrante a Suiza, a la ciudad de Basilea, como tantos otros paisanos. Allí se dedicó durante dos temporadas a buscar piezas de oro en un museo que había sido derrumbado, hasta que regresó con algunos ahorros para poder poner alguna fanega más de tierra. Su única diversión, la pasión verdadera de Juan, de este jareño que tantos inviernos y veranos lleva trasegados, fue siempre la caza: salir al campo con el día recién estrenado, con una escopeta  y los galgos corriendo, junto a  su amigo Pascual el Rajao, en busca de las liebres. 



Al volver de Suiza, se metió a trabajar de jardinero en Puerto Rey, la nueva urbanización de los belgas, dirigida por el señor León. Allí vio caer las bombas de Palomares y allí metió a su hijo Paco de camarero, en la Posada Real, con Fernando el Campanero. Allí se jubiló y ayudó a montar a su hijo el Escánez, cuando era un bar llamado JR propiedad de Juan Miguel el Rajao, que se construyó sobre un antiguo almacén de pescado. Vio Juan, el viejo del Escánez, cómo prosperaba ese templor marineros, que empezó haciendo pollos asados, con su hijo Paco al frente, con sus nietos Juan y Torcuato, con su otro nieto Juan ahora, eslabón de una nueva generación. Ya solo le quedaba al tío Juan sentarse a la vera del Malecón a esperar el paso de los días, con un vaso de vino cerca, con el bastón siempre a su vera, con su sombrero de ala ancha y su bigote sandunguero, acordándose de sus galgos y de ese tiempo en el que sembraba trigo y cebada en su cortijo de La Jara. Descanse en paz Juan Escánez, el abuelo de Garrucha.









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