La tristeza de Lola lejos de su vida

Lola Salmerón sigue en el albergue esperando ayuda para poder volver a su barrio

Dolores Salmerón, más conocida como Lola ‘la de los gatos’, no puede aguantar las lágrimas cuando recibe la visita de la gente de su barrio.
Dolores Salmerón, más conocida como Lola ‘la de los gatos’, no puede aguantar las lágrimas cuando recibe la visita de la gente de su barrio.
Eduardo de Vicente
00:21 • 06 mar. 2020 / actualizado a las 07:00 • 06 mar. 2020

En el albergue municipal la cuidan, le dan bien de comer y tiene una cama caliente todas las noches, pero no es un lugar para ella. Diez días después de su llegada a Gachas Colorás, Lola ‘la de los gatos’ sigue perdida, como si de pronto hubiera llegado a otro planeta y no terminara de digerir la nueva realidad. 



Atrapadas bajo el techo de su casa, en medio de los escombros, se quedaron todas sus ilusiones y una forma de vivir que la mantenía activa. Tenía una obligación todos los días que la obligaba a estar fuerte, a llenarse de energía para coger el carro de la compra y echarse a las calles en busca de la comida para su legión de gatos. Todas sus horas las tenía ocupadas. Por las mañanas con los gatos de la Plaza de Careaga, que un minuto antes de que ella llegara ya la estaban esperando a mitad de camino. Esos mismos gatos la echan de menos todos los días y aunque ha pasado más de una semana de su marcha, todavía la buscan, todavía intuyen que va a llegar.



Su recorrido continuaba por los gatos del solar de la calle del Milagro, por los que habitan las murallas de la Alcazaba, por los de la calle del Pósito y por los gatos de la Plaza de Santa Rita, que a veces la perseguían hasta la puerta de la iglesia de San Sebastián, sacando de sus casillas a la pobre de Lola.



A mediodía, Lola ya había terminado una parte de su trabajo y se permitía el lujo de acercarse a la casa de las Siervas de María, en la calle de Eduardo Pérez, donde las monjas siempre le tenían preparado un poco de comida. Volvía a su casa, almorzaba, daba dos cabezadas delante del televisor, y antes de las cuatro de la tarde ya estaba otra vez por las calles llevando comida de un lado para otro. 



Su ruta pasaba todos los días por la calle de Castelar, donde solía descansar diez minutos sentada en un banco. Iba de camino al Carrefour del Paseo, donde las empleadas la atendían con cariño mientras ella iba llenando dos bolsas con latas de comida para sus gatos. A ella no le importaba quedarse un día sin comer, pero no soportaba que sus animales pudieran pasar hambre.



En ese itinerario inalterable, Lola se iba encontrado con la gente que la quería, la que le daba un euro para ayudarla o le compraba unos tenis decentes para seguir andando las calles. 



Lola no paraba durante el día, hasta que al anochecer regresaba cansada a su casa, con la satisfacción que le daban sus gatos. En el sofá, delante de la tele, no tardaba en quedarse dormida, con su gata ‘Negra’ acurrucada entre los brazos. 



En el albergue está perdida porque se ha quedado sin referencias. El miércoles por la tarde, cuando acudí a visitarla, la encontré sentada en el recibidor junto a una amiga. Al verme se levantó como un resorte y llorando se abrazó a mí sin fuerza para pronunciar dos palabras. Entendí en ese instante que cuando me miraba no veía a un conocido, ni a un amigo, sino a un trozo de esa vida que se había quedado truncada bajo el techo derrumbado de su vivienda. Me miraba y veía su calle, su casa, a toda la gente que la llamaba por su nombre y le regalaba un gesto de cariño.  Lo primero que me preguntó fue que cuándo iba a volver a su casa y después que quién se estaba encargando de echarle de comer a sus gatos


Lola no está sola en el albergue. La tratan con cariño y ha encontrado una amiga que la ha recibido con la ternura de una hermana. Se llama Ana y no se separa de ella. Le ayuda a lavarse y a comer; se la lleva a tomar café y procura tenerla entretenida para que no esté todo el día llorando. Casi todos los días recibe alguna visita de la gente que la quiere y la echa de menos. Tiene muy cerca a su amiga Tere, vecina del barrio que está batallando de un lado para otro a ver si es posible encontrarle un refugio cerca de su casa para que pueda regresar. Lola tiene su paga y estaba pagando un alquiler por su vivienda, por lo que la solución pasaría por encontrarle una casa en el mismo entorno. La posibilidad de reconstruir su vivienda de la calle Céspedes está descartada, al no ser de su propiedad.


Tere confía en que Lola pueda regresar pronto;  dice que ha visto una casa por la Almedina, que ha hablado con la dueña y parece dispuesta a llegar a un acuerdo. Mientras tanto, Lola sigue esperando que alguien le devuelva su vida. En el albergue cada semana que pasa es como si le cayera un año encima, y la posibilidad de una residencia no solucionaría el problema. Ella solo entiende la vida metida en ese trajín diario de sus calles, sus amigos y sus gatos.


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