El promotor de las patatas a la brava

Gregorio Giménez Bonillo apostó por la tapa de patatas picantes hace ahora 50 años

Gregorio, el dueño del bar Bonillo, cuando una ración de patatas a la brava, tal y como refleja la pizarra del negocio, costaba 120 pesetas, es decir
Gregorio, el dueño del bar Bonillo, cuando una ración de patatas a la brava, tal y como refleja la pizarra del negocio, costaba 120 pesetas, es decir
Eduardo de Vicente
07:00 • 13 jun. 2019

En apenas cuarenta metros se fue forjando un negocio que se ha convertido en referencia del tapeo local. Es el bar Bonillo de la calle de Granada, que sobrevive fiel a un mismo estilo y a una tapa, las patatas a la brava, que lo ha convertido en un pequeño santuario.



Detrás de la historia de este establecimiento está el empresario Gregorio Giménez Bonillo, que lo  fundó hace ahora medio siglo. Gregorio nació en la calle Memorias en 1937. Su padre trabajaba en la panadería de Carolina Montes en la calle de Mariana, donde tenían que echar horas extras para poder sacar adelante a sus diez hijos. El carnet de familia numerosa le permitió poder tener una casa más grande cuando le concedieron una de las viviendas  sociales  de la barriada de Regiones Devastadas






Su infancia transitó por la calle Memorias, por la escuela Ave María del Quemadero, por los patios de Regiones y por el humilde colegio de San Juan, en el corazón del Barrio Alto. Como tantos niños de la posguerra, su infancia duró el tiempo que estuvo en la escuela. Con catorce años tuvo que dejar de ser niño para empezar a ser un hombre y llevar un sueldo a su casa.



s que la firma Rabriju tenía en la calle de San Lorenzo a pedir trabajo, pero no necesitaban ningún muchacho. Al día siguiente tocó en la  puerta de París Madrid y fue admitido como aprendiz. Su primer encargo fue llevar un carro cargado de muebles a Ciudad Jardín, toda una aventura ya que tenía que atravesar toda la ciudad empujando aquel vehículo rudimentario lleno de muebles.



Trabajó después en la Valenciana, en la perfumería Imperio y en la droguería de don Efrén Martínez. En 1957 se tuvo que incorporar a filas, siendo destinado a la Marina. Fueron sus únicos momentos de vacaciones, cuando a bordo del buque Juan Sebastián el Cano recorrió medio mundo de mar en mar. 



Cuando acabó la mili regresó a la dura realidad de tener que labrarse un porvenir. En 1960, viendo que en Almería no tenía donde elegir, optó por seguir el camino de cinco de sus hermanos y se marchó a Barcelona. Encontró trabajo lavando y engrasando coches y después en un taller de válvulas de cocinas en el popular barrio de Sans. Como era un joven ambicioso quiso volar más alto y en 1962 se fue con su hermano a Juan a Inglaterra donde estuvo cinco años trabajando de camarero. De aquella experiencia le gustaba contar sus años en el restaurante Wheeler, en Brighton, donde le llegó a servir a grandes actores.



Cinco años en Inglaterra fueron suficientes para echar de menos su tierra. En 1967, con su mujer embarazada, decidió volver. Pasó entonces por el Gran Hotel que estaba recién inaugurado y por el mítico ‘Manolo Manzanilla’, que estaba de moda en la playa del Zapillo. Era un negocio moderno con doble vida: arriba tenía el restaurante con vistas al mar y en el sótano la sala de fiestas, con vistas al infierno, donde un grupo de señoritas ejercía la técnica del alterne.


Con el dinero que ahorró en el extranjero decidió dejar de ser un empleado para establecerse por su cuenta y tener su propio negocio. En mayo de 1968 se quedó con un pequeño local de cuarenta metros en la calle de Granada y montó el bar Bonillo. Era una barra y poco más, tan pequeño que el dueño solía utilizar como broma la frase: “Pasen señores a la terraza” y aquel que picaba recibía las llaves del váter. 


En los comienzos, las tapas del Bonillo eran las típicas de Almería, hasta que en 1969 se le apareció el milagro de las bravas. Cuenta que fue gracias a una pareja de turistas de Madrid que estando en el bar le habló de una tapa a base de patatas y picante que en el barrio de Salamanca estaba teniendo mucho éxito. Así se gestaron las hoy famosas patatas a la brava que son la bandera del negocio.


En los primeros meses fue una tapa más, de las que pasaban desapercibidas, hasta que se convirtió en el gran éxito del establecimiento. En los buenos tiempos llegaban  a gastar entre treinta y cuarenta kilos de patatas a diario: sin picante, moderadas, picantes y las llamadas ‘turbo’, que era como meterse un trozo de fuego en la boca.


Gregorio era el alma de la barra y su compañero Joaquín Requena era el encargado de que las patatas tuvieran ese punto especial que solo tenían y siguen teniendo en el bar Bonillo. El propietario se jubiló hace diecisiete años, pero todavía, hay madrugadas que se despierta pidiendo “una de bravas”. 



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