La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los bares y sus más fieles devotos

Cuando no había turistas los bares sobrevivían con una clientela fija con la que se establecía una relación familiar

Casa Puga fue un lugar de encuentro donde además del negocio primaba la amistad con los clientes. Era tanta la confianza que algunos se salían a la calle a tomarse los vinos.

Casa Puga fue un lugar de encuentro donde además del negocio primaba la amistad con los clientes. Era tanta la confianza que algunos se salían a la calle a tomarse los vinos.

Eduardo de Vicente
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El turista que todo lo invade y todo lo retrata lleva en el bolsillo, junto a la lista de monumentos que quiere visitar, una nota con el nombre de los bares que no puede perderse. Más de una vez me han parado extranjeros por la calle para preguntarme el camino hacia Casa Puga, como si se tratara de un lugar de culto. A nadie le extraña ya, ver en la puerta del famoso bar de la calle Jovellanos una cola de clientes esperando todas las tardes, media hora antes de que abra sus puertas.

Hay escenarios, como Casa Puga, que se han convertido en un monumento más para los que nos visitan, lo que refleja claramente el cambio de tendencia de los últimos veinte años en la clientela de la hostelería. Hace mucho tiempo, pongamos medio siglo, era muy raro entrar a cualquier bar o bodega de barrio o del centro de la ciudad y encontrarse con un turista. Es más, los bares tenían una clientela tan reconocible que cuando llegaba alguien por primera vez, aunque no fuera turista, no podía evitar que lo miraran como un forastero.

Los bares de entonces contaban con una lista de clientes fijos, auténticos devotos de comunión diaria que acababan convirtiendo la barra y los veladores en la prolongación del comedor de sus casas. Algunos profesaban la fe por el bar con tanta pasión que cuando llegaba la hora del cierre había que echarlos a empujones.

Ir al bar era para muchos una ilusión diaria, esa válvula de escape para olvidarse del trabajo y de las preocupaciones de la vida y las presiones familiares. Allí se encontraban con los amigos de siempre para compartir un rato de charla alrededor de una botella de vino. En el caso del Puga se hizo costumbre que los comerciantes de la calle de las Tiendas se juntaran allí cuando echaban el cierre en sus negocios, unos lo hacían por la tarde y otros por la noche. Lo mismo ocurría en la bodega Montenegro donde si ibas a las dos de la tarde cualquier día de diario sabías sin temor a equivocarte quienes iban a estar ocupando la barra y quienes se jugaban la invitación en la máquina tragaperras.

En Casa Juan, en la calle de la Almedina, el espacio de las mesas siempre estaba habitado por el mismo grupo de amigos que al mediodía compartía las cañas y el tapeo y después del almuerzo se relejaba con las partidas de dominó.

Cuando no había turistas los bares sobrevivían con esa clientela fija con la que se establecía una relación familiar. Leonardo Martín, el dueño de Casa Puga o Pepe Ibarra, el alma del Montenegro, podrían contar la vida y milagros de todos aquellos parroquianos que durante décadas formaron parte del negocio. Lo sabían todo de su clientela porque la gente, en la confianza que generaba siempre la barra de un bar, contaba sus vidas y compartía sus problemas para poder digerirlos mejor.

Paco Robles, el dueño del bar El Arco de la calle Real, contaba que hizo el bar a medida de sus amigos y hacía las tapas pensando en el gusto de su fiel clientela. Fue tanta la relación de camaradería que se estableció entre el propietario y sus clientes que los sábados, cuando llegaba la hora del cierre, el grupo más íntimo se quedaba dentro con las persianas bajadas y prolongaba la fiesta hasta el anochecer.

Aquellos bares de entonces solían ser negocios familiares donde el marido y los hijos servían en la barra y las mujeres se encargaban de la cocina. Casi todos compartían también un escenario con una decoración parecida. En todos los bares había un calendario sugerente de una modelo en bikini, el póster de un equipo de fútbol, un televisor rozando el techo y un grupo de mesas donde se organizaba las partidas cartas y de dominó. El bar tenía vocación de hogar, era como nuestra segunda casa y cada uno en su barrio era de un bar con una fidelidad parecida a la que sentíamos por nuestro equipo de fútbol. Los niños de entonces entrábamos a los bares como si estuviéramos en el salón de nuestra casa y siempre que fuéramos con un adulto podíamos colocarnos en la barra y tomarnos una caña con absoluta libertad.

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