La Voz de Almeria

Tal como éramos

Aquel abrigo que echamos de menos

Tener un abrigo es un lujo innecesario ahora que no existen los inviernos

El abrigo era una prenda que te daba caché en la Almería de los años cincuenta. Los niños al pasear por la Puerta de Purchena o el Paseo en invierno se organizaba un desfile improvisado de abrigos.

El abrigo era una prenda que te daba caché en la Almería de los años cincuenta. Los niños al pasear por la Puerta de Purchena o el Paseo en invierno se organizaba un desfile improvisado de abrigos.Adela Alcocer

Eduardo de Vicente
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Los abrigos son carne de armario ahora que ya no existen los inviernos. Comprarse un abrigo en Almería es un lujo innecesario sabiendo que los días de frío se pueden contar los dedos de las manos y que vivimos en un verano que amenaza con hacerse eterno. Ahora que el invierno solo es una fecha, algunos echamos de menos aquellos abrigos infantiles que nos tapaban hasta la boca y que nuestras madres nos ponían para momentos especiales.

Había entonces un primer abrigo en la vida de un niño, un primer paseo con abrigo en un domingo de invierno en el que siempre había una vecina que se cruzaba en el camino para decirle: “Si estás hecho un hombre”, y el niño, confundido y apretado bajo aquella prenda forastera, la miraba con extrañeza. A la mayoría de los niños el primer abrigo les apretaba el cuerpo como una prisión. Acostumbrados a la libertad de la ropa de diario, el abrigo suponía una responsabilidad que los convertía en adultos prematuros, y una vez que las madres les repasaban el pelo y les colocaban el abrigo, el alma del niño se quedaba en la casa, junto a la silla de la ropa de diario, y el que salía a la calle era un adulto en construcción.

Qué distintos parecían los niños tan puestos de limpio, tan hombres, con ese aire de formalidad que les daba el abrigo, obligados a seguir las órdenes de las madres, que antes de salir a la calle les advertían: “Nada de tirarte al suelo, ni de ensuciarte las manos, ni de jugar a las carreras ni de rozarte con los amigos”.

Las niñas llevaban el abrigo de otra manera, lo encajaban con la ilusión de una prenda distinta y estaban contando los días que faltaban para salir a la calle y estrenarlo. Ellas sabían lucirlo y sabían disfrutarlo más que nosotros, los niños callejeros que nos sentíamos perdidos en otra indumentaria que no fuera nuestra ropa de diario.

En mi calle, a finales de los años sesenta, había una niña, Rosita, que tenía un abrigo de color rojo con el que parecía una actriz de cine. Era aún una niña, no tenía más de diez u once años entonces, pero cuando se colocaba aquel abrigo parecía casi una mujer, y allí iba ella orgullosa, pasando de casa en casa para enseñarle el abrigo a toda la vecindad y llevarse los halagos de las otras mujeres que le decían: “Tan elegante pareces una actriz de cine”.

Había un primer paseo con abrigo, con los zapatos brillantes de betún y con las piernas cubiertas por aquellos calcetines largos que se juntaban a la altura de las rodillas con los eternos pantalones cortos. Los domingos de invierno se llenaban de abrigos cuando existía la costumbre de vivir en la calle. Nos poníamos el abrigo para ir a Misa por la mañana, para ir al cine por la tarde, para salir a ver los escaparates al anochecer y también cuando íbamos de visita.

Entonces existía la costumbre entre las familias de hacer visitas. Una vez a la semana nos llevaban a la casa de alguna tía o a ver a la abuela y para esos momentos nos poníamos siempre nuestras mejores ropas, entre ellas el abrigo, la prenda que nos daba más empaque y nos aportaba ese toque de seriedad que nos hacía más adultos. Cuando llegábamos a la casa del familiar volvíamos a escuchar otra vez aquella frase tan repetida de la infancia: “estás hecho un hombre”, que a muchos de nosotros nos sonaba siempre como un cumplido y que por lo menos a mí, no me producía ninguna felicidad ya que si algo detestaba entonces era parecer un hombre cuando no tenía otra aspiración en la vida que seguir siendo un niño.

El abrigo era una prenda mayor que no estaba al alcance de todas las familias, un artículo de lujo que iba pasando de un hermano a otro y que de tanto cuidarlo resistía como las piedras el paso del tiempo. El niño crecía, se hacía un adolescente, se iba a la mili, y el abrigo infantil permanecía intacto, envuelto en la soledad del armario como una reliquia con olor a alcanfor.

Había un primer abrigo en la vida de un niño, y una primera Navidad en la que las mañanas eran para los paseos en el Parque y en el puerto, y las tardes para salir con el abrigo a ver los juguetes en los escaparates y para disfrutar de los primeros villancicos que sonaban por los altavoces que colocaban en el Paseo. “Niño, ponte el abrigo como Dios manda, abróchate los botones y cierra la boca”, repetían constantemente las madres, siempre asustadas por el temor de que pudiéramos coger un mal resfriado que nos dejara fuera de combate.

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