La Voz de Almeria

Tal como éramos

El molinillo eléctrico de ‘La Mundial’

En los años 30 la tienda de Juan Viciana molía las especias y el café a la vista del público

La tienda de ultramarinos  ‘La Mundial’ estaba situada en la calle de las Tiendas, donde funcionó hasta los años 60.

La tienda de ultramarinos ‘La Mundial’ estaba situada en la calle de las Tiendas, donde funcionó hasta los años 60.

Eduardo de Vicente
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El olor de las especias molidas fue el aroma de la calle de las Tiendas y sus alrededores durante décadas. Cualquiera que caminara por la calle Mariana o la de Jovellanos podía averiguar donde estaba ‘La Mundial’ solo por el perfume de los condimentos que sumergía al barrio en una atmósfera de matanzas y ollas de comida.

En los años treinta el molinillo eléctrico de la tienda de Juan Viciana era un espectáculo que sobrepasaba el simple negocio. El comerciante supo explotar aquel artefacto y molía las especias a la vista del público, para que todo el mundo viera que allí se trabajaba con la máxima profesionalidad y la máxima calidad.

Para hacer las butifarras y las morcillas importaba las mejores tripas que había entonces en el mercado, que eran las de Chicago y desde Extremadura traía los sacos de pimentón dulce y picante que se exhibían como columnas clásicas en la entrada del negocio. Aquel bazar lleno de aromas y ultramarinos de primera calidad estaba situado en la entrada a la calle de las Tiendas por la calle Jovellanos, cerca del callejón del Lectoral Sirvent. Fue su fundador el industrial Francisco García López, que dirigió el negocio hasta el mes de febrero de 1925, cuando se lo traspasó a un joven empresario con ganas de comerse el mundo, Juan Viciana Andrés, que unos meses antes había contraído matrimonio con la señorita Bella Romero Cortés, de la familia de los propietarios de ‘La Constancia’, la tienda más importante de la Plaza de San Pedro.

Juan Viciana elevó su comercio de la calle de las Tiendas a las cotas más altas gracias a su impecable servicio a domicilio y a la calidad de sus productos. Traía los embutidos más acreditados que se elaboraban en España, marcas de primera clase que sólo estaban al alcance de las familias pudientes, pero también tenía género económico para los más humildes. Su establecimiento era un sitio de contrastes, siempre abierto a los ricos y a los pobres.

Todos los años, unas semanas antes de Pascua, transformaba el escaparate y el interior del local, que se convertían en un sugerente bazar con el surtido más amplio en turrones, peladillas, mazapanes y pasteles de gloria que en aquellos años había en el mercado. En 1925 ya tenía teléfono, el 2-3-8, para que sus clientes más distinguidos pudieran encargarle los pedidos desde sus casas. Por dentro, la tienda tenía un enorme mostrador montado con madera y mármol y unas estanterías de madera que cubrían toda la pared, perfectamente ordenadas con latas, botellas y tarros de cristal. Allí dentro se mezclaba el olor del bacalao inglés con el de las tripas de salchichón de Bic, y el perfume denso del aceite a granel con el aroma sugerente de la canela fina y el azafrán.

La tienda de Juan Viciana se quedó sin existencias a los pocos meses de empezar la guerra civil y lo poco que iba entrando era controlado por las autoridades republicanas que dirigían la ciudad.

En abril de 1939, nada más terminar la guerra, Viciana volvió a abrir las puertas de su establecimiento, que en su nueva etapa se anunciaba con el nombre de ‘La Mundial’. A pesar de las restricciones de aquellos años, la posguerra fue un tiempo de crecimiento para la tienda, que además de tener una extensa clientela era proveedora del Seminario y del Palacio Episcopal, donde llegaban los cargados a diario cargados de género para darle de comer a los aspirantes a sacerdotes.

En aquellos años de la posguerra, ‘La Mundial’ competía con grandes tiendas de ultramarinos que eran auténticos templos para la clientela. En la calle Castelar reinaba comestibles San Antonio, de Enrique López Andrés; en Aguilar de Campoo, la calle que iba del Paseo al Mercado Central, destacaba ‘La Fama’, otro comercio de ultramarinos que marcó una época, lo mismo que ‘La Oriental’, que en la esquina del Hotel Simón presumía de tener los mejores escaparates de la ciudad. La fama de ‘La Oriental’ traspasaba las fronteras de la provincia. Llevaba los repartos hasta los pueblos de Granada y monopolizaba el comercio del chocolate, vendiendo la marca más importante que existía en el mercado, los exquisitos chocolates de los Padres Benedictinos. El día que llegaba el pedido, el carro de la tienda de Gervasio llevaba detrás un enjambre de niños que acompañaban la mercancía desde la estación.

Tanta fama como ‘La Oriental’ tuvo la tienda de ‘La Constancia’ que la familia Romero regentó en la Glorieta de San Pedro y ‘La Milagrosa’, de la calle Conde Ofalia, del empresario Luis Morales, que pasó a la historia por ser una de las que en 1954 pusieron de moda el ‘cupón de ahorro y construcción’, un invento de la empresa Segovia, Trías y Compañía para vender viviendas a precios más baratos en colaboración con varios comercios. Por cada compra que se hacía daban unos sellos y unas cartillas para pegarlos. Cuando se juntaban diez cartillas al cliente se le ofrecía la oportunidad de construirle una vivienda por valor de cincuenta mil pesetas que el agraciado tenía que amortizar en un periodo de quince años a razón de trescientas pesetas mensuales.

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