La trenka y el invierno de septiembre
Cuando aún había inviernos La ‘operación abrigos’ llegaba a las tiendas al final del verano

El niño José López Puertas en la Plaza de San Pedro con su recién estrenada trenka de color azul marino. Año 1974.
Aquella trenka azul oscura con los botones en forma de colmillo, aquella prenda de bolsillos profundos y cuello amplio con la que fuimos transitando entre la infancia y la adolescencia hasta que un día las mangas ya no nos cubrían las muñecas. Aquella trenka que llegó como una moda irrenunciable y que acabó en el armario esperando el estirón del hermano que venía detrás porque teníamos la costumbre de no tirar nada, porque nos habían enseñado que todo tenía su valor y que detrás de un abrigo o de un pantalón estaba el esfuerzo de unos padres, que era lo que realmente revalorizaba las cosas.
La trenka nos cautivó porque nos daba un aspecto de jóvenes estudiantes que estábamos dispuestos a cambiar el mundo. Habíamos dejado aparcado aquel abrigo oscuro que nos daba un aire de niños antiguos y lo habíamos cambiado por aquella trenka azul que fue bandera de la adolescencia que estaba por venir.
Los institutos de los primeros años setenta se llenaron de trenkas cuando aún quedaba algo de invierno. Acababa el otoño de las rebecas y llegaba el tiempo de las trenkas, que te cubrían casi todo el cuerpo, que te servían tanto para el frío como para la lluvia, y que se limpiaban con solo pasarle un cepillo con un poco de humedad. Muchos, descubrimos la primera trenka en el escaparate de El Blanco y Negro, cuando allá por 1973 puso en marcha la llamada ‘gran venta pre-invierno y colocó en un lugar preferente del escaparate que daba a la calle de Jovellanos un maniquí con una trenka azul que fue la gran sensación de aquella temporada. Una trenka infantil costaba entonces doscientas cincuenta pesetas, más que el clásico abrigo que empezaba a perder fuerza.
Marín Rosa también hizo buenos negocios vendiendo trenkas. Cuando llegaba septiembre ponía en escena su ‘operación abrigos’ porque teníamos la certeza de que el invierno no tardaría en llegar y había que estar preparados para ese frío que en Almería siempre nos cogía mirando para otro lado. Cuando las madres hacían el inventario de la ropa escolar, el abrigo y la trenka formaban parte de aquella lista.
Recuerdo la imagen de los estudiantes de Almería que estaban en Granada, cuando volvían para las vacaciones de Navidad con las melenas caídas sobre el cuello de la trenka, con aquellas barbas que le hacían parecer mayores de lo que realmente eran, con su paquete de Ducados en el bolsillo y su libro debajo del brazo. La trenka reforzaba su estampa bohemia y los niños los mirábamos con admiración y lejanía, como si fueran extranjeros que hubieran llegado de un país remoto.
Mi primera trenka fue de segunda mano. La heredé de mi hermano mayor cuando yo tenía trece años y todavía no había salido de aquella moda sicodélica de los pantalones a cuadros con sus correspondientes campanas. Como ocurría con los pantalones de pana, los de cuadros eran ropa exclusivamente de invierno. Eran tan ásperos, tan duros, que te los podías poner cuando ibas de excursión a ver la nieve en alguna sierra próxima. Hoy no tendrían sentido puesto que nos hemos quedado sin noticias del invierno. Cómo pinchaban aquellos pantalones malditos, sobre todo cuando los estrenabas. Arañaban, rasgaban las piernas de los niños que nos metíamos en ellos siguiendo el ritual de un tiempo. Porque los pantalones estampados de cuadros fueron el estigma de los niños de los setenta, que tuvimos que cargar con aquella cruz incómoda y escasamente estética que nos colgaban nuestras madres para que fuéramos a la moda. Eran de invierno y llevaban los bolsillos en la parte trasera. Resaltaban desde lejos por sus colores tan llamativos, que respondían a los patrones psicodélicos de la época.
De tanto utilizarlos para el colegio y después para jugar en la calle, terminaban agujereados por las rodillas a lo que respondían nuestras madres cosiéndoles aquellas rodilleras de cuero que tanto se utilizaban entonces. Cuando íbamos a la tienda y nos probábamos los pantalones, teníamos la certeza de que en ese momento se estaba forjando una relación duradera, que teníamos pantalones de cuadros para varios inviernos. Si se desgastaban se le ponía un remiendo y si se nos quedaban cortos porque habíamos dado un estirón nuestras madres los rescataban sacándole el bajo.
Cuántas mañanas de invierno empezaban para nosotros por el jersey de cuello alto, el pantalón estampado de campana y los zapatos Gorila, que llegaron a convertirse en el uniforme más habitual de los niños de clase media hasta que llegaron las trenkas para cambiarnos la vida y con ellas los pantalones vaqueros que acabaron de completar la revolución de los años setenta.