Lo lejos que quedaba la Alcazaba
A comienzos de los años 70 las cuestas de acceso estaban todavía sin asfaltar

La calle de la Niña en los años sesenta, cuando las aceras apenas existían y el suelo era una mezcla de tierra, polvo y piedras. Cuando llovía se convertía en un río de lodo.
Para un vecino del barrio de San Sebastián, de la Puerta de Purchena o del Tagarete, la Alcazaba era un lugar mítico que quedaba muy lejos porque para llegar había que atravesar calles y cuestas que parecían despojos de una guerra, rampas infames llenas de piedras, polvo y tierra y rincones de una pobreza casi miserable que aislaban el monumento de la vida de la ciudad.
Para acentuar un poco más la lejanía aparente de la Alcazaba, un arrabal con mala reputación, el de las Perchas, trepaba por las piedras del torreón de levante y se exhibía a los pies de la fortaleza. Los que subían por la calle de Almanzor a visitar el monumento se encontraban con la estampa de las mujeres de la vida que en la calle de la Viña, entonces sembrada de casas, se exhibían como mercancía en los trancos de las viviendas.
La calle de Almanzor era el camino principal que comunicaba la Plaza del Ayuntamiento con la Alcazaba. La Cuesta del Rastro, como era conocida por los vecinos, estuvo siempre poblada, llena de vida, y dejada de la mano de Dios. En los años de la posguerra la demanda de viviendas en esa zona era tan grande que el ayuntamiento permitió que se construyeran casas sobre el mismo cerro, a los pies de la Alcazaba. En aquel tiempo la calle tenía su patio de vecinos y un callejón de un metro de ancho que se abría paso en forma de laberinto hasta los muros de la fortaleza. Todavía, en la década de los sesenta, todo aquel universo de cuestas, callejones y casas compartidas se mantenía vigente y eran cerca de un centenar de vecinos los que figuraban en el padrón municipal de la calle.
La vieja Cuesta del Rastro era entonces más cuesta que calle, a pesar de la insistencia de las autoridades en que era urgente la reforma del camino para convertirlo en una avenida que acercara la Alcazaba al centro de la ciudad. Los planes morían sobre las mesas de los despachos y la calle seguía convertida en un caos absoluto. La pavimentación del suelo y la mejora de la iluminación le dieron un aire más moderno para que los visitantes se llevaran una mejor imagen de la ciudad, pero no consiguió romper con ese aire de abandono tan característico de la zona.
Otra vía de acceso al ‘castillo’ era a través de la calle de la Almedina. No era el camino reglamentario porque obligaba a los visitantes a tener que internarse en esa trama de callejones desvencijados y de cuestas medievales que hacia el norte terminaban a los pies del recinto.
Hasta comienzos de los años setenta todos aquellos callejones que aparecían por encima de la calle de la Almedina se mantenían exactamente igual que un siglo antes. En cien años no habían cambiado los trancos de las aceras ni había llegado el alcantarillado ni se había reformado el pavimento, que consistía en una argamasa de tierra, piedras y polvo que las zonas más empinadas eran casi imposible de transitar.
Allí aparecía la calle Descanso, que era la artería principal por ser la más ancha y la de mayor longitud, la primera que comunicaba directamente la Almedina con la Alcazaba. A pesar de su importancia estratégica, en 1970 no había cambiado su aspecto de calle de posguerra que se convertía en un río de agua y barro cuando caía un chaparrón y el agua arrastraba el lodo y las piedras desde el cerro de la Alcazaba.
Más pobre aún parecía la escondida calle de la Niña, donde la belleza se mezclaba a partes iguales con el abandono. Las familias que la habitaban ya se habían adaptado a aquellas pendientes peligrosas donde era imposible encontrar un metro de terreno estable para poder caminar sin riesgo de caerse. Primas hermanas de la calle de la Niña eran entonces la calle del Clarín y la calle Demóstenes, que guardaban la esencia de la Almería antigua, pero que nunca lograban progresar. El adelanto más importante que conocieron sus vecinos fue las bombillas eléctricas que pusieron en las esquinas, que estuvieron vigentes durante más de medio siglo.
A pesar de las carencias del barrio, del barro y las piedras, aquellas calles tenían un embrujo medieval y una vida vecinal que parecía imparable. Era una vida de callejuelas y de niños; de puertas abiertas y de vecinos compartiendo todo lo que tenían cuando nada sobraba en las despensas de las casas. Cuántas familias pasaron por aquellas calles escondidas, cuántas se marcharon y no volvieron jamás cuando vieron la oportunidad de progresar, cuántas se quedaron porque allí estaban todos sus recuerdos, la vida de sus padres y de sus abuelos, las raíces verdaderas que le daban sentido a sus vidas.