Los hombres del pantalón corto
El pantalón corto hasta en invierno era la prenda que marcaba la infancia

El niño Antonio Pelegrín en la fuente de la Plaza de San Pedro en sus últimos años con pantalón corto, cuando empezaba a rozarle la adolescencia.
Llegaba el día en el que al niño lo delataba el vello de las piernas y empezaba a sentirse extraño vestido con aquellos pantalones cortos que formaron parte de la indumentaria oficial de varias generaciones. Cuando la pelusa se convertía en pelo de verdad, en ese pelo denso y curtido que se veía a varios metros de distancia, es que había llegado la hora de colgar el pantalón corto en el armario y esperar a que el hermano que venía detrás diera un par de estirones y volviera a usarlo.
El pantalón corto fue el último eslabón de la infancia, aquellos eternos pantalones cortos con los que había que atravesar el frío del invierno aguardando que llegara otra etapa de la vida. El pantalón corto fue también un símbolo de la posguerra, una prenda que en las familias más humildes llegaba a formar parte de la casa: cuando a uno se le quedaba pequeño siempre aparecía detrás un hermano menor o algún primo para heredarlo. El pantalón corto era una prenda irrenunciable, el estigma de los niños de la posguerra, que había que llevar con resignación hasta que los signos de la pubertad se hacían tan visibles que no quedaba otra salida que dar el salto al pantalón largo. Cubrirse las piernas era señal de que el niño ya se había hecho un hombre.
Niños de abrigo y bufanda, de chalecos, jerseys de lana, corbatas, calcetines, pantalón corto, sandalias de goma y zapatos Gorila. Porque ellos fueron los primeros que disfrutaron de la comodidad de los ‘Gorila’, que se pusieron de moda en el otoño de 1955, cuando en la zapatería de Pedro Plaza Ortega, en la Puerta de Purchena, los anunciaban como los mejores para que los niños empezaran la escuela con ‘buen pie’.
Quitarse el pantalón corto era un rito iniciático, el descubrimiento de ese periodo de la vida que llamaban adolescencia que se caracterizaba, además de por los cambios físicos repentinos, por tener que convivir con dos individuos diferentes dentro de tu propio ser. Con trece años seguías siendo el niño que se emocionaba con una pelota entre los pies, pero los mayores empezaban a verte como un adulto y a exigirte como si ya fueras un hombre. Cuando te decían que ya estabas hecho un hombre eliminaban de un plumazo al niño que llevabas dentro, al que seguía soñando por cualquier cosa, al que vendía su alma al diablo por estar un rato con los amigos en la calle jugando a perder el tiempo, que era uno de los juegos preferidos en la infancia. Los niños de hoy no pueden perder el tiempo, los tienen encosertados en apretadas agendas adultas de clases de idiomas, de ordenador y actividades dirigidas.
Llegaba el día en que tenías que renunciar al pantalón corto y entonces empezabas a comprender que ser niño, por mucho que quisieras estirar la infancia, era un anhelo imposible. Uno hubiera querido que todo siguiera igual, que el tiempo se hubiera detenido a esa edad entre los ocho y los doce años donde la felicidad formaba parte de las cosas más sencillas de la vida, donde no tenías que preocuparte todavía por el futuro, donde llegabas a tu casa después del colegio y todo te lo encontrabas hecho: el plato encima de la mesa, la ropa limpia y recién planchada y la seguridad de una familia que te protegía y te hacía sentir que la muerte era un acontecimiento que le pasaba a los otros.
Hay una edad en la que sientes que vas a ser niño toda la vida, que has nacido para ser niño y no quieres ser nada más. Por eso la adolescencia produce una ruptura interior que se proyecta, a veces de forma violenta, sobre los mayores. Llegabas a los catorce años embriagado aún con los interminables placeres de la infancia y de golpe te decían que el cuento se había terminado, que había que estudiar para ser un hombre de provecho y que si no querías los estudios tenías que aprender un oficio. Si ese choque de intereses fuera poco, en tu interior se desataba la tormenta de los instintos y una fuerza desconocida, que te golpeaba a todas horas en un lugar muy concreto del pantalón, se convertía en uno de los hilos conductores de tu nueva existencia.
Aquel niño que todavía tenía por delante su último invierno con pantalón corto se ruborizaba cuando una niña le decía que tenía las piernas llenas de pelos, esa muchacha del barrio con la que soñaba después en la intimidad de su dormitorio, en esos momentos en los que la infancia empezaba a quedar lejos de verdad y el niño de los pantalones cortos descubría que aquello de que ya era un hombre era un camino que no tenía marcha atrás.