Los hijos del poblado de la sal
Las Salinas de Cabo de Gata llegó a tener tres escuelas y una tienda economato

La iglesia, el poblado y las instalaciones de salineras del poblado
En los años cincuenta había tres escuelas en las Salinas: una de párvulos que era la guardería del pueblo, una exclusiva para la formación de las niñas dirigida por una maestra y otra para los varones que regentaba un profesor. A la escuela se entraba a las nueve de la mañana y se salía a las doce y media, a la misma hora que tocaba la campana de la empresa para anunciar la salida de los trabajadores. Por la tarde terminaban a las cinco, cuando volvía a sonar la campana de la Salinera y los obreros finalizaban su jornada.
En el colegio destacaba la figura de doña Carmen Roda Maldonado, maestra de Las Salinas. Era una mujer bondadosa que a veces se dejaba engañar por las niñas cuando éstas le pedían ir al retrete a “hacer menores”. Como dentro del aula no había cuarto de aseo, había que salir al descampado o a la arena de la playa cuando apretaban las ganas, lo que aprovechaban las niñas para disfrutar de unos minutos de recreo furtivo bajo el sol.
Los jueves era el día de los registros, cuando la maestra las colocaba en fila para revisar sus cabezas en busca de piojos. Aquella que estuviera infectada no podía volver al colegio hasta que estuviera totalmente ‘curada’.La exaltación de la pulcritud llegaba el día que aparecían por el colegio la inspectora de Educación o el Obispo, que de vez en cuando también solía darse una vuelta por allí para comprobar que todo estaba como Dios había mandado. Entonces, las niñas tenían que ir vestidas con su uniforme de gala: faldas de cuadros, camisa blanca y moña roja sobre el cuello. Cuando se marchaban los ilustres visitantes la clase se relajaba y la maestra aprovechaba el momento para repartir la leche en polvo y el queso de los americanos.
Los domingos también tenían que madrugar para asearse y asistir a Misa. Como el agua no llegaba a las casas, tenían que recogerla de un aljibe colectivo que cada semana se iba llenando con un camión cuba que venía del pozo de Cabo de Gata.
Los inviernos eran cortos en Las Salinas y las tardes se esfumaban en un instante a la salida del colegio. Antes de que la noche se echara encima, los niños tenían poco más de una hora para saltar por las dunas y jugar al escondite. El escenario de los juegos era la naturaleza: la playa, los descampados de la almadraba, el inmenso campo que se extendía hasta la falda de la sierra; las madres los dejaban actuar porque por allí no pasaba más coche que el camión que una vez en semana traía la mercancía para suministrar el economato.
El economato era la despensa del pueblo. A las siete de la mañana ya estaba abierto para vender el pan del desayuno antes de que los niños entraran en el colegio. Era un gran almacén donde se podía encontrar de todo, desde velas para los apagones y mariposas para rendir culto a las ánimas benditas del purgatorio, hasta alpargatas, vestidos de baño, tocino, harina, leche o tabletas de chocolate, y hasta algún juguete de moda.
Los trabajadores
Los hombres, cuando a las cinco de la tarde sonaba la campana de la empresa que anunciaba el final de la jornada, se juntaban para echar una partida de cartas o salían a pescar si hacía buen tiempo y el mar estaba sereno. El mar era la esencia del pueblo. Si había temporal la vida se apagaba y el lugar parecía un poblado fantasma envuelto en una espesa niebla de polvo y sal.
Los domingos, después de la Misa obligatoria, la gente salía a pasear por el camino hasta el Cabo de Gata y los más jóvenes, vestidos de limpio, se reunían junto al embarcadero de madera donde cargaban la sal, y allí hablaban de sus primeros amores y preparaban el baile de la tarde al son de una gramola. Por Navidad se preparaban las matanzas. Cada familia tenía enfrente de su casa un corral donde criaban cerdos y gallinas. Antes de la matanza era un ritual organizar un viaje a Almería en el autobús que dos veces en semana llegaba al pueblo; en la ciudad compraban las especies en Casa Blanes, los regalos para las fiestas en Almacenes El Águila y si había dinero compraban ropa de moda en ‘La Tijera de Oro’.
Las Salinas se transformaba cuando llegaba el mes de junio. El verano cambiaba el paisaje y las rutinas del invierno. Los niños dejaban de ir a la escuela y se pasaban los días en aquellas playas desiertas. El turismo no se había extendido todavía y sólo algunos aventureros llegaban desde Almería a bordo de sus vespas recién estrenadas. Las tardes se hacían eternas frente al mar y las familias, cuando el sol se retiraba, se reunían sobre la arena para disfrutar de la cena a la luz de la luna.