La jarapa que poníamos en el coche
En los años 70 se puso de moda ir a Níjar a comprar jarapas para cubrir la tapicería del coche

Ramón Soler manejando la rueca en su taller del barrio de la Atalaya en Níjar a comienzos de los años setenta.
Ir a Níjar era algo extraordinario a comienzos de los años setenta. Era como hacer un viaje en el tiempo, volver a los orígenes y encontrarse con un universo que en las ciudades ya no existía o estaba en plena decadencia.
Níjar era entonces el paraíso de las cosas sencillas, el refugio de los viejos oficios que se resistían a morir empujados por un futuro que anunciaba el triunfo inevitable de lo artificial. Allí nos encontrábamos con los talleres de alfarería donde manos expertas que parecían esculpidas por el barro le daban forma a los cántaros y a los botijos que tanto nos gustaban a los niños, aquellos piporros en los que el agua se conservaba fresca en verano sin necesidad de tener que pasar por el frigorífico. Quién no tuvo en la cocina de su casa, reposando sobre un plato, uno de aquellos botijos nijareños cubiertos con una tapa de ganchillo para evitar que le entraran las moscas.
Níjar era en aquel tiempo el templo de los telares. Aunque los viejos artesanos habían ido desapareciendo, aún se conservaba la esencia del oficio gracias a las manos de Ramón Soler García, que seguía manejando la ruesca como un siglo antes lo hacía su abuelo. Tenía el taller en el barrio de la Atalaya; era un espacio fascinante, que te cautivaba cuando llegabas de la calle, separabas la cortina de canuto que ahuyentaba a los insectos y te encontrabas delante de aquel hombre que parecía un rey antiguo sentado en un rudimentario banco de madera desde donde manejaba la ruesca con el alma, con las manos y con los pies.
Había un Dios allí dentro, un poso de siglos que vagaba por el aire y te envolvía. No era un taller, era un escenario mágico donde todo te parecía irreal, como sacado de su tiempo: el ruido monótono y crujiente de la ruesca, la luz de la escuálida bombilla que iluminaba la sala, el humilde crucifijo de madera que presidía la pared principal y la voz reposada del maestro que solo hablaba lo justo para no perder la concentración.
Ir a Níjar era la ilusión de aquellos domingos de invierno en los que con el coche recién estrenado las familias de Almería se echaban a la carretera con la excusa de comprar un cántaro de barro o de conseguir una de aquellas jarapas que se pusieron de moda en los primeros años setenta. Era raro el coche en cuyo interior no luciera una jarapa confeccionada en el taller del maestro Ramón Soler.
Un día un vecino o un familiar aparecía con los asientos del ‘seíllas’ cubiertos por una de aquellas filigranas de tiras de trapo y al domingo siguiente poníamos rumbo a Níjar para tener la nuestra. Había que cuidar la tapicería del coche nuevo, que siguiera oliendo a fábrica, que no se estropeara con la merienda y los pisotones de los niños. Todos tuvimos una jarapa de Níjar, unos la poníamos en el coche, otros la utilizaban para tapar los sofás y darle un toque novedoso a la sala y había también quien la colocaba como tapete en la mesa de camilla o se la llevaba a la playa para tenderse en la arena.
El boom de los automóviles de aquel tiempo disparó el negocio del artesano, que vendía jarapas como rosquillas. En verano su clientela se multiplicaba por diez. Llegaban parroquianos desde todos los puntos de España, hasta extranjeros de los que venían a pasar las vacaciones a la costa de Mojácar.
Ir a Níjar era una pequeña aventura, una excursión obligada para todas aquellas familias almerienses que aprovechaban los domingos para coger la carretera y cambiar de aires. Unos tomaban el camino de Murcia y otros preferían la carretera de Granada para plantarse en Guadix y traerse un saco de papel lleno de panes. Ir a comprar pan a Guadix fue otro de los entretenimientos que tuvimos en aquel tiempo. Todo el que se desplazaba a Granada en coche acababa parando en Guadix para traerse al menos uno de aquellos panes redondos e inmensos como lunas, que tenían ese sabor antiguo que ya era difícil encontrar en el pan que se elaboraba en las tahonas de Almería. El pan de Guadix tenía la virtud de hacerse eterno: te podía durar más de una semana sin perder el sabor y sin que cambiara demasiado su textura. A los niños nos gustaba sacar rebanadas y untarlas de mantequilla para el desayuno o restregarles un tomate con aceite y ajo en la merienda.
Nos montábamos en el coche los domingos con gesto de felicidad y nos perdíamos en busca de las jarapas y los cántaros de Níjar o nos íbamos a la provincia de Granada a por pan o a una de las ramblas de Tabernas para hacer una paella con leña y de paso visitar el poblado del Oeste que se había quedado varado en la arena después del rodaje de la última película.