Cuando se tendía en las calles
La ropa recién lavada era la bandera de las casas en los barrios más humildes

Casas de los cerros de la Chanca con los tendederos que se colocaban en las puertas a base de palos y cuerdas.
Cuando una vecina tendía la ropa recién lavada en la puerta de la casa los niños, sin que nadie nos dijera nada, ya sabíamos que allí no se podía jugar a la pelota. La ropa limpia era sagrada, era la bandera de las casas en los barrios humildes.
La ropa tendida en la calle nos contaba una historia: si había niños en la familia, el oficio del padre, si aún vivían los abuelos. Lo que los niños echábamos de menos en los tendederos era la ropa íntima femenina, que no solían exhibirla y la ponían a secar en los patios.
Cuando una mujer salía a la puerta con el cubo lleno de ropa y empezaba a tenderla le estaba diciendo a todos: “somos pobres, pero limpios”.
Uno lleva grabado en la memoria el perfume de aquella ropa mojada que impregnaba toda la calle: olía a lejía, a jabón Lagarto y a Gior, aquel detergente moderno que venía en un bote de plástico con un tapón rojo que cuando se quedaba vacío era utilizado por los niños para llenarlo de agua, pisarlo con fuerza y mojar al que estaba enfrente.
En las casas donde no llegaba el agua las mujeres tenían que ir a los lavaderos públicos, que hasta los años sesenta estaban presentes en todos los arrabales. En la Fuentecica y el Quemadero tenían que ir a las pilillas, el lavadero oficial que estaba en el Camino de Marín. Para poder utilizarlo había que pagarle una cantidad a Rosica, la encargada, según los cubos de ropa que llevara cada una. Para beber, cada casa contaba con su juego de cántaros que había que ir a llenar al cañillo del Quemadero o a otra fuente más lejana que existía cerca del cortijo de Pozo.
No todas las mujeres tenían recursos entonces para utilizar el lavadero oficial. Las que no podían pagar se buscaban la vida colándose de noche en la finca de don Avelino, que contaba con un gran cauce de agua que bajaba directamente de los cerros de Enix para alimentar la balsa y los huertos del propietario. Aquellas escaramuzas se hacían después de las doce de la noche, sin más luz que la de las estrellas, caminando de puntillas para no hacer ruido y contando con la colaboración de otras mujeres que se encargaban de vigilar por si acaso llegaba el guarda.
En el Barrio Alto el lavadero era conocido con el nombre de los pilones. Estaba en el centro del barrio, al lado de la calle Real. Se entraba por el callejón del Cairo y de pronto te encontrabas con un escenario lleno de magia y de pasado donde las mujeres de varias generaciones se reunían a diario para frotar la ropa sobre las pilas de piedra. Como había espacio suficiente, muchas tendían la ropa allí mismo y mientras se secaba aprovechaban para darle un repaso a sus vidas.
En La Chanca y el Reducto, los lavaderos de sus famosas huertas eran el ágora del barrio. Las huertas ofrecían sus balsas y sus lavaderos para que en medio de la escasez destacara la blancura de la ropa recién lavada. Al lavadero de la Huerta de Cadenas y al de la Salud iban en procesión las mujeres del barrio, cargadas con sus cubos llenos de ropa, seguidas de una cuadrilla de chiquillos que se quitaban los churretes en las balsas y después se tendían en los muros para secarse al sol.
El cubo de la ropa en la mano y el cántaro pegado al costado,como si fueran una prolongación de sus cuerpos. El cántaro de agua recogido sobre el hombro, arropado entre los brazos de la misma forma que aquellas mujeres cargaban a diario con sus hijos, dobladas del peso, subiendo y bajando por los caminos de cuestas y piedras en los que se fue quedando su juventud sin que les diera tiempo de mirar el almanaque.
Mujeres jóvenes por las que el tiempo pasó deprisa. En la frente aquellas mujeres se dibuja toda la miseria de una época, de un lugar y de unas formas de vida. En sus frentes se veía como el tiempo había ido dejando su huella de la manera más cruel y vertiginosa. No hay nada más demoledor que las arrugas que dejaba la miseria en un rostro.
Aquellas mujeres cargadas de ropa venían de la profundidad de las cuevas, de las casas que fueron construyendo sobre las bajadas de los cerros, cuando los caminos eran maltrechas veredas de tierra y piedras que desaparecían después de una tormenta. Venían de las cuevas del Barranco del Caballar, de la Hoya, del cerrillo del Hambre, de la Fuentecica, de las cuestas del cerro de San Cristóbal, cuando el cañillo de la calle Mirasol salvaba de la sed a todas las casas que ascendían hasta los mismos pies del santo. Cuántas mujeres del cubo y del cántaro se veían en la calle de la Viña, bajo el torreón de la Alcazaba, cargando con el agua con la que refrescaban las cabezas de los niños, con el agua que les purificaba sus manos. Allí, recostadas sobre la cal de las paredes, entornaban los ojos y se quedaban traspuestas mientras que en las cuerdas se iba secando la ropa.