Las plazas eran patios de recreo
La Plaza de la Catedral llegó a ser el refugio de los niños de cuatro colegios

La Plaza de la Catedral hecha un erial y llena de niños en los días de rodaje de la película Patton.
Había tantos niños sueltos que por las tardes, después del colegio, faltaban plazas y lugares de ocio para darles cobijo. Uno cruzaba por cualquier barrio a esas horas y tenía que ir esquivando a los niños. La banda sonora de la ciudad a comienzos de los años setenta era aún el jolgorio infantil de las tardes de verano, cuando los niños competían con los pájaros a ver quien armaba más alboroto.
Las plazas tenían entonces carácter de patria y aglutinaban en su libertad a los niños de las calles más próximas, por lo que cada plaza tenía su singularidad, su impronta diferente, sus normas. No tenía nada que ver la vida agitada y silvestre de la Plaza del Quemadero o de la Plaza de Moscú de Pescadería, que la que se generaba en la Plaza de la Catedral, más sosegada e incluso más vigilada por la presencia de los municipales y los guardias jardines que siempre andaban al acecho.
La Plaza de la Catedral llegó a ser un inmenso patio de recreo donde desembocaban a diario los niños de cuatro colegios. Por allí pasaban los alumnos del Diocesano cuando a media mañana tenían un cuarto de hora para comerse el bocadillo o para improvisar un partido de fútbol de diez minutos. Cuando terminaban las clases volvían a ocupar la plaza y allí se encontraban con los niños del colegio San José de la calle de la Reina que también se paraban a jugar a los pies de la torre y con los que llegaban del Diego Ventaja y del aula de los Seises. Cuando los colegiales se retiraban llegaba la hora de los niños del barrio, que tenían en la Plaza de la Catedral un auténtico parque temático donde poder desbordar toda su imaginación. Allí se podía organizar un partido de fútbol en el tramo enlosado que corría junto a la fachada principal, que estaba separado de la carretera por un seto corrido de obra. Todo el mundo sabía que estaba prohibido jugar al fútbol y darle pelotazos a la fachada del monumento, pero quién no sucumbía ante la tentación de lo ilegal, quién no se arriesgaba a saltarse las leyes y disfrutar después de ese pequeño placer que significaba esquivar a los policías y sentirse un fugitivo durante diez minutos.
Los niños solían aprovechar todos las posibilidades de juego que les ofrecía el recinto. Cuando no jugaban al fútbol se dedicaban a escalar la fachada principal hasta las cabezas de los ángeles o a trepar por las verjas de hierro que resguardaban los jardines, a riesgo de sufrir algún percance. En la memoria de la plaza está el accidente que sufrió un alumno del Diocesano al que apodaban ‘el Alemán’, cuando trepando por las lanzas de la verja se clavó una de las puntas de hierro en la pierna y tuvo que ser trasladado en volandas hasta la sala de urgencias del Hospital Provincial.
Otro aliciente de la Plaza de la Catedral era la rotonda que tenía en medio, donde aparecían jardines, dos estanques con agua y alrededor la carretera que servía de pista de competición a los niños que llegaban de otros barrios con sus flamantes bicicletas de carrera. En aquellos años tener una bici de carrera era el sueño colectivo de una generación, un lujo que estaba al alcance de pocos. El que tenía una no tardaba en emular a Ocaña y a Mercks, que eran los ídolos de la época, y organizaban carreras peligrosas en aquella rotonda con el suelo salpicado de chinorros. Uno de aquellos héroes del pedaleo, el célebre Asensio que era un ídolo allá por la Plaza de Toros, sufrió un grave accidente en una de aquellas carreras prohibidas.
Los estanques de la Plaza de la Catedral te ofrecían la posibilidad de jugar a cruzarlos corriendo con el riesgo de colarte dentro, mientras que la torre del Campanario era una invitación constante a la aventura. En los años 70 ya se había quedado abandonada, tras la marcha de la familia que la habitó durante décadas. Ese abandono convirtió la torre en una aventura por sí misma, un lugar prohibido que los niños profanaban burlando la vigilancia de don Perfecto, el sacristán del templo.
A los pies del campanario se levantaba la estatua en homenaje al obispo mártir, el pobre Diego Ventaja que después de muerto tuvo que padecer el calvario de los bárbaros que escalaban la base del monumento para colocarle gorros de papel en la cabeza o ponerle un globo en uno de los dedos. Después aparecían los guardias buscando culpables y amenazando con llevarse a alguno al calabozo.
La vida era mucho más tranquila en otras plazas cercanas como la de San Pedro y la de Santo Domingo. En la Plaza de San Pedro mandaban las niñas, con sus juegos tranquilos y su mayor sensibilidad. Lo mismo ocurría en la plaza del templo de la Virgen del Mar, donde el escenario se nutría de las niñas y de los niños del colegio del Milagro. Eran plazas en las que se jugaba a la comba, a la rayuela, a los cromos, al escondite, lugares de paz donde los guardias jardines iban a quitarse la ansiedad que les generaba la alocada e indomable Plaza de la Catedral.