La Voz de Almeria

Tal como éramos

El rastro del carro de la basura

Cómo sufrían los conductores cuando les cogía una caravana detrás del carro del basurero

El carro de la basura pasando por la antigua Avenida de Vivar Téllez (hoy Cabo de Gata).

El carro de la basura pasando por la antigua Avenida de Vivar Téllez (hoy Cabo de Gata).

Eduardo de Vicente
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Uno de los olores de mi infancia era el que iba dejando a su paso el carro de la basura antes de que se instalara el sistema de recogida de camiones, que también dejaba su huella por cada calle que pasaba.

El carro del basurero arrastraba un olor contundente, que se quedaba impregnado en los adoquines de la calle y nos obligaba a cerrar las puertas y las ventanas. Muchos nos preguntábamos cómo podía soportar el basurero aquel hedor sin concesiones sin inmutarse, de qué forma sus glándulas olfatorias se habían ido adaptando a la pestilencia hasta llegar a ese punto de indiferencia que le permitía comerse un bocadillo junto al carro cargado de inmundicias.

Por mi calle pasaba un basurero que todos conocíamos como Antonio el de los Molinos, que estaba tan acostumbrado a su oficio que cargaba con las espuertas de excrementos con una sonrisa en los labios. A mí me gustaba sentarme en el tranco del patio y ver como actuaba, con qué destreza metía la cuña cuando le tocaba limpiar el pozo negro y con qué profesionalidad iba sacando la porquería sin hacer un mal gesto. Aquel basurero era como de la familia porque pasaba hasta el interior de las viviendas a por la basura y luego se iba cargado con los objetos que sobraban. Mi madre le solía dar las talegas llenas de pan duro que él aprovechaba para echárselo a los conejos. Cualquier cosa que a nosotros nos pareciera inservible, desde unos zapatos hechos jirones hasta una escupidera vieja, era recibida como un regalo por el basurero.

En los días de lluvia su trabajo se volvía mucho más penoso. Llegaba envuelto en un impermeable que parecía sacado del Arca de Noé y sin fruncir el ceño, realizaba religiosamente su trabajo, completamente empapado tanto él como la basura que transportaba en el carro.

Por donde iba el temido carro de la basura nunca pasaba desapercibido. Los niños se tapaban la nariz cuando lo veían venir a los lejos y los que estaban comiendo se quitaban de en medio rápidamente. Cómo sufrían los conductores cuando en la Carrera de Ronda o en la Avenida de Cabo de Gata les cogía una caravana detrás del carro del basurero. Si no les era posible adelantarlo tenían que soportar la penitencia hasta que encontraban el atajo de una bocacalle para quitarse de encima el martirio. Ni el toldo que tenían que llevar obligatoriamente para tapar la basura evitaban el mal olor.

A mediados de los años sesenta, cuando la ciudad no paraba de crecer y las calles estaban cada día más pobladas de gente y de coches, el carro de la basura se quedó como un anacronismo, perdido en un tiempo que ya no era el suyo. Mientras las autoridades nos recordaban el eslogan de “Mantenga limpia España”, aquí, en Almería, seguíamos anclados en la Edad Media en el tema de la recogida de la basura.

Fue entonces cuando el Ayuntamiento empezó a imponer un servicio de camiones municipales que iban por los barrios recogiendo la basura. Primero fueron vehículos descapotables que al igual que ocurría con los viejos carros de mulas, iban dejando el mal olor por donde pasaban. En 1967, cuando la ciudad luchaba por modernizarse para no quedarse fuera de las rutas del turismo que empezaba a llegar a las costas del Mediterráneo, el entonces alcalde, don Guillermo Verdejo Vivas, mandó que fueran los funcionarios municipales los que se encargaran de la recogida y a la vez hizo un llamamiento a la población para que emplearan cubos de basura que debían de depositar en los portales de las viviendas.

Para garantizar un sistema de recogida más higiénico, en una primera fase se adquirió una flota compuesta de tres vehículos furgones cerrados de recogida de basura domiciliaria, cuatro vehículos volquetes para la recogida en la vía pública y tres auto-cubas, las populares regadoras, para el riego de las calles, que era una medida que se consideraba imprescindible para quitar el polvo de la ciudad en las calurosas tardes de verano.

A pesar de los intentos del alcalde de cambiar el viejo sistema de recogida, los basureros antiguos con sus carros de mulas siguieron visitando las casas y ejerciendo su oficio, hasta que un año después, en enero de 1968, el señor Verdejo acabó enfadándose y ordenó que quedara totalmente prohibida la recogida privada ajena a los servicios municipales, no permitiendo la circulación de los carros por tracción animal, considerados como “antiestéticos, antihigiénicos y vergüenza de toda comunidad bien organizada”. A partir de ese momento se empezaron a ver en Almería, colocadas en las puertas de las casas, las primeras bolsas de basura que acabarían imponiéndose definitivamente a lo largo de la década siguiente.

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