La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los años del carbón y del petróleo

En 1920 se estableció en Almería una sucursal de la Compañía General de Carbones

En los años cincuenta la delegación de la Compañía General de Carbones se instaló en el número 88 del entonces Paseo del Generalísimo.

En los años cincuenta la delegación de la Compañía General de Carbones se instaló en el número 88 del entonces Paseo del Generalísimo.Foto: Vizcaíno

Eduardo de Vicente
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Fue en 1920 cuando el financiero y Diputado a Cortes Manuel García del Moral consiguió el permiso para abrir en Almería una sucursal de la Compañía General de Carbones que ya operaba en las principales ciudades de España. La sede oficial se abrió en un local del Paseo y los almacenes quedaron instalados al otro lado de la Rambla, junto a los talleres de los hermanos Oliveros.

El primer cargamento de carbón que trajo a Almería la nueva empresa vino en barco directamente de Inglaterra y congregó a cientos de curiosos en el puerto y a un buen número de obreros que se encargaron de transportar la mercancía en carros a los depósitos de la compañía. Allí se vendían antracitas para la calefacción, carbones ingleses y asturianos y los célebres cok de gas para el uso doméstico, que se usaban para cocinar.

En los años de la posguerra la Compañía General de Carbones distribuía los carbones especiales que eran el alimento de los hornillos y los fogones y también los que se empleaban para usos industriales. Además, era la que abastecía de género a las pequeñas carbonerías que proliferaron como flores de un tiempo por todos los rincones de la ciudad.

Aquellos sí que fueron buenos tiempos para la compañía. El carbón era el pequeño milagro que nutría los fuegos de las cocinas de los ricos y de los pobres. En Almería se cocinaba con carbón, que era el combustible más barato y el que menos acusaba las fuertes restricciones de la época. No había cocinas eléctricas y no se había inventado todavía la bombona de butano.

Como casi todos los artículos de primera necesidad de entonces, el carbón también escaseaba y para poder adquirirlo era necesario estar en posesión de una tarjeta específica de abastecimiento.

Eran frecuentes las colas delante de las puertas de la Compañía General de Carbones y de las carbonerías cuando llegaba el reparto del combustible, a razón de dos kilos por habitante. Sin el cupón de la cartilla no te despachaban el carbón, aunque siempre existía la posibilidad de conseguirlo en el mercado negro.

Los carboneros estaban repartidos por toda la ciudad. La mayoría eran empresarios de la subsistencia, comerciantes que se instalaban de forma precaria en pequeños locales y a veces en cuartuchos sin luz ni ventilación alguna. Hubo también comercios importantes donde se vendía carbón y petróleo. Una de las grandes carbonerías de la ciudad fue la de Luis Navarro en la Plaza Careaga o la que montó el Tío Frasquito junto al patio de la ermita de San Antón.

De aquellos carboneros famosos, uno de los más populares fue Juan García Cruz, que se curtió en aquella ciudad de la posguerra más cruda, llevando el carbón por las casas de las familias que podían permitirse el lujo de poder cocinar todos los días. Allí iba el niño, con el saco a cuestas o tirando de un viejo carrillo de madera que a veces se le atrancaba en un charco o se le resistía en una cuesta. Conoció el carbón vegetal que venía de las minas de Extremadura, el carbón mineral que traían en tren de las cuencas de Asturias y aquel adelanto del carbón de bolas de la raya, que a finales de los años cuarenta empezó a imponerse en las cocinas de las familias más humildes por ser más barato y más asequible.

Tras doce años aprendiendo todos los secretos de su profesión, Juan el carbonero montó su propio negocio. En 1951 instaló una carbonería en la calle Méjico del barrio de Ciudad Jardín, donde además de carbón vendía patatas. Aquel despacho fue una mina, sobre todo en los primeros años, antes de que el petróleo y después el gas butano acabaran con el reinado del combustible negro.

Fueron años de intenso trabajo. Juan, viendo que la carbonería no le daba lo suficiente para que sus hijos pudieran hacer una carrera, se tuvo que desdoblar. Trabajó en la Compañía General de Carbones y encontró una profesión y una familia en el bar Casa Puga, donde estuvo durante treinta años.

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