El bar de los vivos y de los muertos
Por la puerta de ‘La Gloria’ pasaban los entierros camino del cementerio de San José

Juan Valverde (de blanco) cuando regentaba el bar La Gloria de la calle de Granada, junto al camarero Juan Marín.
Durante los últimos setenta años el antiguo bar La Gloria estuvo en manos de la familia Valverde, que procedente del pueblo granadino de Murtas se estableció en la capital hacia 1919. El primero fue Juan Valverde Romero (1874-1952), al que le siguió su hijo Juan Valverde Rodríguez (1908-1985). Tras su fallecimiento, fue su hijo Antonio Valverde Dominguez el que se quedó con el negocio.
Se puede afirmar que el éxito del negocio estuvo muy ligado siempre al lugar estratégico donde se ubicó, justo en el último tramo de la calle de Granada, unos metros antes del badén de la Rambla, un escenario lleno de vida que a lo largo de la historia fue una de las vías principales de entrada al centro de la ciudad.
Desde sus primeros tiempos, el bar La Gloria estuvo muy vinculado a los entierros, que desde la construcción del cementerio de San José, a finales del siglo diecinueve, paraban en la misma esquina para despedir los duelos. Se puede decir que los dueños de ‘La Gloria’ se tragaron casi todos los entierros que se celebraron en Almería hasta los años sesenta, cuando cambiaron la tradición y la puerta del bar dejó de ser la parada oficial de los cortejos fúnebres.
Durante décadas, hubo una escena que se repetía a diario. Por la calle de Granada subían los entierros que venían del centro de la ciudad camino del cementerio. La cruz parroquial iba delante con el cura y los acolitillos al frente, y detrás, la carroza lúgubre tirada por dos caballos si el fallecido era de familia humilde y con varios corceles más si el desdichado era de más nivel. De aquellas diferencias la sabiduría popular creó una frase muy recurrida en Almería, llena de doble sentido, que decía: “Cuanto más ricos, más animales”.
Al llegar a la altura de la puerta del bar, el cortejo se detenía para que el cura despidiera a los acompañantes. La parte doliente, formada por los familiares del finado, se colocaban sobre el bordillo de la acera junto a la fachada del establecimiento, y los miembros de la comitiva iban pasando uno a uno para darles el pésame. El entierro se fracturaba en aquel lugar, el coche fúnebre y los más allegados cruzaban el badén y se alejaban Carretera de Granada arriba hacia el cementerio, mientras que muchos de los que formaban el acompañamiento solían refugiarse ante la barra del bar La Gloria y al calor de unas botellas de vino continuaban hablando de las virtudes del muerto y hacían menos amarga la pena.
En cada entierro el bar se quedaba pequeño y había días que los camareros tenían que cerrar las puertas porque no había sitio para tanta gente y en medio del tumulto se corría el riesgo de que los más avispados se marcharan sin pagar.
En nada exageró aquel que dijo aquella frase de que “los muertos le daban mucha vida al bar La Gloria”. Pero no eran sólo los entierros los que aseguraban la continuidad del negocio. En los años cincuenta el bar La Gloria afrontó su primer salto a la modernidad. En aquellos tiempos, la decoración del local eran los más de doscientos jamones que colgaban como estalactitas del techo, llenando de aromas el establecimiento. Todavía era un negocio que basaba sus ventas en el vino peleón que consumían los hombres y en las cuatro tapas que servían como acompañamiento.
A partir de 1955, Juan Valverde instaló una plancha en la cocina y con ella llegaron los nuevos tiempos. El bar La Gloria tenía entonces una clientela variada. Por allí pasaban los ferroviarios cuando terminaban la jornada de trabajo. Eran parroquianos fieles que tenían sus cuentas anotadas en la libreta del bar y cuando a final de mes cobraban su nómina saldaban sus deudas. Por la Gloria paraban también los lecheros a la caída de la tarde, cuando al terminar el reparto, con las carteras llena de monedas, lo celebraban a fuerza de ponches y botellas de vino.
Había una clientela formada por la gente que venía de los pueblos, que antes de coger la camioneta de regreso se detenían en el bar a comer. Era un lugar frecuentado por los cosarios, los encargados de hacer los recados en los pueblos, que tenían en La Gloria su centro de operaciones. Cuando alguien quería dejar un bulto para que se lo llevara el cosario, lo entregaba a los camareros con total confianza. De vez en cuando asomaban por el local los cazadores con su cargamento de pajarillos que bien fritos en la sartén eran una de las tapas estrella del bar .
Los comercios y talleres de la calle de Granada eran también una fuente constante de vida para el bar La Gloria. Los trabajadores de los muebles Rabriju, los de Piquer, los mecánicos del garaje Sevilla, los dueños de las tiendas del barrio, eran asiduos del negocio y muchos de ellos formaban parte de las frecuentes partidas de cartas y dominó que allí se organizaban.
Entre tanta gente que pasaba a diario por el bar había personajes de todos los tipos y condición social, desde empresarios importantes a individuos tan peculiares como ‘el Indalo’, un hombre humilde que vivía en las casa de los cortijillos de la Rambla de Belén, que aprovechaba la generosidad de los dueños para ganarse unas propinas haciendo los recados. Cuando en La Gloria empezaron a fabricar la horchata utilizando un viejo molino de café, era el bueno de ‘el Indalo’ el que se dejaba el alma dándole sin parar a la manivela. Para que su mano no dejara de mover la máquina los camareros tenían que animarlo a fuerza de cantarle rancheras. Cuando alguien pasaba por la puerta y escuchaba las canciones ya sabía que dentro estaban preparando la horchata.