El caimán, el león y el camello del Zapillo han dejado de existir
Una pala ha sepultado el pequeño zoológico playero de Karim

Karim refrescando a su caimán, ya desaparecido,, sobre la arena de la playa de El Zapillo.
Para la mayoría de los almerienses que suelen transitar por el Paseo Marítimo, a esta hora aún es un misterio por qué una pala ha derrumbado los animales esculpidos con mimo en la arena: un caimán, un león, un camello y un poblado de casitas en una montaña; a esta hora, es inexplicable que hace unas horas, una retroexcavadora, con el permiso correspondiente, haya hecho añicos el trabajo de un hombre, Karim, que vivía para cuidar esos animales de arena pintados de verde y amarillo que alegraban a los más pequeños y también a los mayores a cambio de unas monedas.
No se entiende. Porque no parecían hacer mal alguno, no eran peligrosos, y aparecían allí junto al poyete del Paseo Marítimo, más quietos e inofensivos que el gato de escayola de Gardel. No estorbaban el paso a nadie, no pedían pan a nadie. Solo divertían y daban colorido a las tardes vespertinas del Paseo del Zapillo.
Era ya algo usual pasar por delante y ver cómo Karim le daba retoques de colores con el pincel o los refrescaba con un cubo de agua. A nadie pedía nada, refugiado en su cabaña de plástico, a nadie exigía nada. Solo ponía encima un platillo verde para quien quisiera colaborar. No era, ese trocito de playa la Capilla Sixtina, ni el Duomo florentino, pero era llamativo encontrarse con los animalitos tendidos sobre la arena zapillera, con formas muy solventes, con trazos muy discretos.
Llevaban, hasta hace unas horas, meses y meses allí agazapados, estirados, el león, el caimán y el camello, sin perder la compostura. Llevaban meses viendo pasar a miles de almerienses en chándal, corriendo, trotando, en bicicleta; llevaban viendo pasar la vida zapillera desde hace más de un año: los vendedores morenos con un fardo de camisetas de fútbol falsificadas, la gente juvenil que toma copas en el Santa Clara, las madres y los padres con el carricoche, muchachas inmigrantes paseando carritos de jubilados impedidos; llevaba meses viendo cómo se batían el cobre los muchachos con el torso tostado apostando cervezas al vóley-playa, cómo pasan las lanchas, las motos de agua, y los ferris de la naviera Armas en el horizonte rumbo a Melilla o a Nador.
Cuando uno creía que con los primeros fríos desaparecería, el caimán y el resto del zoológico seguía ahí, sin irse para Barranquilla a esconderse entre nenúfares y pinsapos. Se ve que le gustaba más esta playa del meridiano de Europa, en este barrio que son dos barrios: los que viven en la primera línea tragándose los vientos de Levante y el sol de justicia, tragándose las olas y la sal y los que viven allende la Avenida Cabo de Gata -antigua Vivar Téllez- amparados del oleaje, más hechos a una vida de casitas bajas y árboles en la puerta.
El caimán, hasta hoy, seguía ahí, como el dinosaurio de Monterroso, como la Cabaña del tío Tom, como el Café París, como el chiringuito del Tío Pepe por citar a algunos inmortales del barrio capitalino, a salvo ya del polvo del mineral, pero no de la presencia de un felino, un superviviente de los desiertos y caimán asiático. Un reptil ungido con arena que tenía cuidador: ese Karim, ahora huérfano, oriundo de un pequeño pueblo al lado de Rabat.
Karim, joven y disciplinado, exacto como un reloj suizo, remojaba hasta ahora con un cobo y el cuenco de su mano el cuerpo del caimán dos veces cada día, a las once y a las cinco, para que no sufriera, como si en vez de arenisca fuese de escamas verdaderas. Lo quería de verdad, como al león y al camello, como Tom Hanks quiso a Wilson tras enfadarse con él y tirarlo al mar.
Karim nunca se iba de la vera de sus bichos. “¿Tienen nombre? No, no les hace falta, ¿Pará qué lo iban a tener si no tengo que llamarlos?”.
Al lado de los animales, Karim tiene esculpida una pequeña aldea de albero, rodeada de arbolitos verdes, que le recuerda a su pueblo. Tiene algo de arquitecto Karim, porque no le falta detalle al poblado: las escaleritas, los vanos de las ventanas, las aceras, como si fuera el belén de Diputación que cada Navidad diseña la familia Miras.
Un poco más alejado -porque un felino no se debe llevar muy bien con un reptil- emerge la osamenta de un león africano, que por el tiempo que lleva también inmóvil deber sentirse ya como un zapillero más, con los bigotes tiznados de amarillo y mirando a los caminantes que llenan el Paseo Marítimo.
Karim cuando hacía mucho viento o chispeaba, se refugiaba en una especie de tienda de campaña azul celeste y una silla de lona que tenía dispuesta sobre la arena, al lado de sus creaciones, mientras sonreía cuando alguien le depositaba unas monedas en el cuenco verde que tenía dispuesto sobre la barandilla. Karim quería más al caimán porque el león vino después. “Es mi primogénito”, solía comentar.
Ya no existe ni el caimán, ni el león, ni el camello ni el poblado. A esta ahora, aún es un misterio por qué ha dejado de existir el inofensivo zoológico de Karim frente a la Heladería La India. Si no le hacía daño a nadie. Es verdad que quizá no pagaba impuestos. Habrá sido por eso.