Los primeros que tuvieron un piso en el Barrio Alto
28 fueron las familias de esa ciudadela dentro de Almería que resultaron beneficiarias en 1971

Familias del Barrio Alto en el recibidor del ayuntamiento, a la espera de recoger las llaves de sus nuevas viviendas en una mañana de enero de 1971
Fue un día como hoy -26 de enero- cuando la sala principal del Ayuntamiento de Almería, esa que acaba de reocuparse después de mucho tiempo de obras, se colmó de familias enteras que se apostaban en el recibidor con la impaciencia del que va a asistir a un festín y aún no han abierto el restaurante; fue un día en el que la noble gente del Barrio Alto bajó la Rambla festoneada del verde de las moreras y caminó en romería hasta la Plaza Vieja para recibir una llave, la llave maestra que abría su nueva vida. Era un día de invierno como hoy, pero de 1971 y allí estaban esas 28 familias pegadas como en una colmena, esperando con humildad franciscana su recompensa a las puertas de la alcaldía. Habían sido citadas para ser resarcidas por el consistorio con una vivienda en aquellos tiempos de tecnocracia, tras ser desalojadas de sus antiguas casas de puerta y ventana que estaban afectadas por la planimetría de una nueva calle.
Y de esa manera, vemos en estas imágenes reveladas en el laboratorio de Luis Ruiz Marín a esas mujeres con las manos en los bolsillos, con las medias y calcetas por las rodillas; vemos a esos hombres con los zapatos manchados de polvo y barro, con las chaquetas gastadas de los barrios proletarios; y vemos a esas ancianas de luto austero, con sus moños y sus pañuelos negros como la pez, con sus rostros de gratitud, recogiendo las llaves que les entregan el alcalde accidental, el médico Miguel Alcocer Usero, o el concejal de barrio, el confitero de La Giralda Antonio Pérez Iglesias o Eduardo Gallart Baldó, edil también y armador de barcos. Después de recoger los llaverines, esas 28 familias barrioalteras beneficiarias volvieron a su alfoz para abrir por primera vez su nuevo hogar, acompañados del sacerdote, don Miguel Sánchez Segovia, que derramó el agua bendita con el hisopo sobre la fachada del edificio, y por el constructor, Alfredo Figueredo, jubiloso por su obra, que tuvo un coste de cinco millones de pesetas.
Era un airoso bloque de cuatro alturas, el primero del barrio, que había despertado la curiosidad de todo el vecindario que se asomaba a esas viviendas de 80 metros, tres dormitorios y terraza como el que se asoma a ver una nave espacial.
Ese mismo día por la tarde, los munícipes inauguraron también en el Barrio Alto, esa pequeña ciudadela dentro de Almería, el gracioso Parque Santa Isabel, con juegos infantiles, bancos de madera, una fuente, media docena de palmeras y una frondosa yedra.
Fueron esos primeros años 70, cuando se empezaba a notar lo que estaba cambiando España, lo que estaba cambiando Almería, aunque Franco siguiese en El Pardo. La Transición política vino después, tras la muerte del Dictador, pero la Transición social ya estaba en marcha esa mañana luminosa en aquel ensanche populoso de Almería que empezó a forjarse en el siglo XVIII, al otro lado de las ramblas de Belén y Amatisteros, aunque más de 50 años después aún no se haya terminado de dotar a ese barrio obrero de todas las infraestructuras que tienen otras barriadas de la ciudad.
Allí siguen los cascotes del callejón del Cairo con palomas triscando hierba entre casas derruidas y matorrales, solares abandonados esperando un PERI que nunca llega donde se esparcen colañas y retretes de los que se borró la huella del amo; el barrio es como un capítulo más de un libro de Proust en esta Almería de tiempos perdidos.
En aquellas antiguas calles de albero del Barrio Alto fue donde Juan Rojas aprendió a regatear, donde los clientes del Asador Los Domínguez ven la vida pasar en unas mesitas de latón bajo las viviendas de la Delegación Nacional de Sindicatos de 1959. Por allí barrunta aún al mediodía el carrito de afilaor con botes de hojalata metiendo ruido, mientras los albañiles hacen reformas en las casas de los pintores de la calle Acequieros, en donde nadie debe tener secadora a tenor de toda la ropa tendida en las ventanas.
Allí están aún los restos arqueológicos rotulados de la Droguería Pomares que hace un mundo que cerró y un taller mecánico junto a un club de yoga, mientras un grupo de vecinos hace cola en el despacho de vinos de la bodega Sánchez, al lado de la Peña Sevillista y una pintada en una pared que dice “Chato, te vas a enterar”.
Es el Alto un barrio sumergido en el tiempo, en donde parece que nunca pasa nada, del que muchos se fueron en los años 70, pero donde otros muchos han llegado para ocupar esas viviendas obreras que huelen a olla de berza en donde vive gente que intenta salir adelante.
Los barrioalteros -más de 6.000 según el último censo- habitan uno de los últimos barrios almerienses de verdad, sin trampa ni cartón, un barrio de la tercería vía, de la tercera Almería, sin el tecnicismo del Centro, sin la leyenda de La Chanca, sin el confort de la Vega. Allí no llegó Siquier ni Goytisolo, ni le dio por ir a Perceval ni a Valente.
Son sus oriundos como ‘el Feico’ del poema de Sotomayor, que nadie los quiere porque no son guapos; son como un vaticano laico y asalariado dentro de Almería, como una ciudad estado, como una Gibraltar de secano y sin monos, donde solo llegaba hasta hace poco la cabra del húngaro bailando al son de una trompeta. Y uno tiene la impresión, por eso, merodeando por allí, de que al puchero del Barrio Alto no le han echado aún toda la carne que le adeudan.