La Voz de Almeria

Almería

Almería y sus benditos arrabales

Había barrios poblados de suburbios donde el tiempo parecía haberse detenido

La Voz

Eduardo de Vicente
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Almería era una ciudad de barrios humildes donde no faltaban los suburbios, poblados donde la vida era más rural que urbana, donde cualquier adelanto, cualquier brote de progreso, llegaba diez años después.


La organización del barrio se estrellaba contra la anarquía de aquellos arrabales donde las normas se relajaban, donde las leyes las ponían los propios vecinos, donde nunca llegaban las motos de los municipales ni los planes de desarrollo del Ayuntamiento.


Los arrabales parecían lugares remotos, como sacados de otro tiempo, como si allí los relojes se hubieran detenido medio siglo atrás. Rodeaban la ciudad y formaban parte de su historia porque algunos eran hijos de las propias murallas.


Caminábamos diez minutos y nos salíamos de la ciudad. Más allá de nuestras fronteras cotidianas estaban aquellos barrios a extramuros donde siempre había un límite en el que terminaban las casas y empezaba la libertad. Los arrabales olían a brasero pobre, a ropa tendida en las puertas, a carros de estiércol, a sudor contenido y al aroma de las comidas que se escapaba por las ventanas a la hora del almuerzo.


Por los arrabales apenas pasaba un coche y las calles eran senderos de polvo y tierra. Si íbamos al Zapillo veíamos al otro lado la explosión de la vega, con esos caminos polvorientos donde no había llegado ni el asfalto ni el alumbrado público, con su mundo de huertas y descampados, de establos y balsas que empezaban a quedarse vacías.


Había barrios poblados de arrabales en los que uno tenía la sensación de estar continuamente deteniendo el tiempo. Esa percepción se multiplicaba cuando desde el cerro de San Cristóbal atravesábamos el cerrillo de las bolas y salíamos detrás del Quemadero. Todavía, a finales de los años sesenta, los niños jugaban en la plaza como medio siglo atrás, y junto al progreso de las viviendas que se iban construyendo alrededor, era posible encontrarse con restos de antiguas huertas y acequias que nos llevaban a un mundo en retirada.


Subíamos por el Camino de Marín o por las casas de Pozo y era como penetrar en una atmósfera distinta donde prevalecía lo rural, donde nunca paraban de escucharse las voces de los niños. Ese clima se mantenía al tomar el primer tramo del Paseo de la Caridad y llegar a ese suburbio que formaban el Hoyo de los Coheteros y el de las Tres Marías. Si uno miraba hacia el sur, casi podía rozar con los ojos los edificios más altos de la Puerta de Purchena, pero la realidad que pisábamos eran tan distinta que teníamos la percepción de haber llegado muy lejos, de estar fuera de la ciudad, aunque tuviéramos enfrente la esquina de la calle Memorias.


En un recodo del Paseo de la Caridad, a la entrada de los hoyos, existía una fuente de agua que instaló el Ayuntamiento que a la caída de la tarde se llenaba de niños sedientos. En aquel descampado se jugaba al fútbol y por aquellos cerros llenos de pencas se perdían las pandillas infantiles buscando la soledad del cerro de las Cruces. Aquel era un territorio de gatos callejeros, de escolares que se fugaban de la clase para buscar asilo bajo la sombra de un algarrobo, de cazadores furtivos que llegaban con las trampas persiguiendo gorriones. Desde allí, la ciudad que acabábamos de pisar nos parecía remota y si continuábamos hacia adelante y pasábamos la Rambla de Belén, esa sensación de destierro se acentuaba ante la inmensidad de la Molineta.


Había barrios donde dentro sobrevivían auténticos arrabales ajenos a la realidad que los rodeaba. Teníamos el barrio de Pescadería, con sus calles asfaltadas, con el alcantarillado que llegó a comienzos de los años setenta y pegado a él, integrado en un universo de cerros y cuestas, uno de los grandes arrabales de Almería, la Chanca.


El Reducto se hacía ciudad en el entorno de la Plaza de Pavía, pero se transformaba en arrabal cuando se acercaba a los muros de la Alcazaba en esa zona que llamaban las cuevas del Pecho y en el paraje del Huerto del Sereno, donde un día el promotor Luis Batlles se inventó el Mesón Gitano.


Teníamos hasta un arrabal monumental, asomado a un balcón privilegiado y coronado por la imagen de un Corazón de Jesús que nos custodiaba. Era la barriada de San Cristóbal, que nos miraba con aire receloso, que nos recordaba como ningún otro espacio a aquellos barrios pobres que se alimentaban de sol en los años más crudos de la posguerra. San Cristóbal llegó a ser la pesadilla de una ciudad que quería ser moderna sin resolver antiguas deudas que estaban pendientes. Sus miserias estaban a la vista de todos.


En esa lista de arrabales que mostraban las heridas de la ciudad, aparecía el Barrio Alto, un escenario donde convivían una barriada que quería ser ciudad con un arrabal que no terminaba nunca de levantar la cabeza. La zona norte y la calle Real eran un trozo más de Almería, con sus calles urbanizadas y sus prósperos comercios, pero bastaba internarse unos metros en el corazón del Barrio Alto para encontrarse con un entramado de callejuelas de tierra, de aceras desgastadas, de vida callejera y primitiva, que nos recordaban formas de vida que apenas habían cambiado en cincuenta años.

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