Angustia en la calle Costa Balear: el ascenso
En un ático, alguien camina enganchado a una vieja radio como un pobre desquiciado

Celebración del ascenso.
Barrio de Villablanca, al norte de todo. Se hace un silencio exótico, roto solo por los quejidos de una zarzuela de perros flipados. Huidiza está la euforia del inicio. Adormecidos, los cientos de hinchas de abajo. Narcotizados, quienes vagan de rojo y de blanco merodeando el sabor de una birra: zas, madrugada anticipada, lóbrega y sórdida, aciaga y siniestra, sombría noche de domingo. Como el que precede a la angustia agónica y a la tribulación, el desconsuelo nos ahoga. No se puede respirar. No se puede. El corazón amaga con perder los estribos. La garganta es una cancela hermética que no deja pasar la vida, atrapada y compungida como una neurona que está a nada de morir.
En un ático, alguien camina enganchado a una vieja radio como un pobre desquiciado. Sin resuello. Le vienen, de súbito, un par de escalofríos. Desde afuera, mira hacia una tele donde pelotean unos hombres de rojo y de azul. Se toca la Cruz, aunque sabe que la Cruz no está para estas cosas. En la radio, la cadencia narrativa cae por el acantilado de la desesperanza cuando empieza a latir el minuto setenta y cinco y Sadiq no acribilla. En el plasma, la esperanza parece azulgrana y es vasca y tozuda. ¿Qué coño le pasa a Stoichkov?, murmura. Mas no puede hablar. La voz, secuestrada. Un ejército de nervios paraliza el último bastión del vigor. Hace calor y hace frío, canícula y relente a la vez. Pero qué noche más amarga.
En el bloque de enfrente, hasta las banderas se han callado. El viento ha enmudecido y eso da mal rollo. Dos legionarios y sus novias, en el cuarto de la lavadora, observan de pie una diminuta pantalla. Pero la pantalla es el mal mismo. Nada pasa y todo pasa. Los sofás de la gente del segundo y del tercero no soportan la gravedad. Levantaos, parecen decir, blandid la bufanda, empuñad el escudo, pero alzad vuestros culos de estos aposentos: prosopopeya del delirio. Que quedan diez minutos, vamos: sueltan. Ahora unos fantasmas han okupado los divanes y se retuercen y saltan y hacen escorzos como los críos uruguayos cuando vienen al mundo y, entre las piernas de la madre, gritan gol antes incluso de romper a llorar. Son las diez menos cuarto de la noche y ni siquiera se oye a Antonio, el ex albañil reconvertido en cantaor que ahora ameniza las noches de la calle con sus coplas de artista transeúnte. Mudez premonitoria, jungla de asfalto y manicomio: todo cabe en una calle.
A las diez menos cinco, a esa hora en que miles de intelectuales celebran el odio al fútbol porque, como dice Eduardo Galeano, creen que es la plebe pensando con los pies, el pastor alemán de un vecino aguijonea los tímpanos con un bronco ladrido. ¿No dicen que los perros preludian los seísmos? Cojones con el perro, se oye. Son las cuatro primeras palabras que resuenan en el barrio en diez eternos minutos. Arriba, siguen los ojos con presbicia del vecino del ático clavados en el cristal. Cinco minutos. Cinco. Solo cinco. En la radio, el vacío, vocablos inconexos, voces sofocadas. La tele es una nebulosa de piernas de pata de palo que juegan en un campo sin porterías. De pronto, pelota a Hugo Fraile. Y nos falta el aire. El balón, al diez. Controla suave con la derecha. Dos pasos. Otro toque delicado. Cuatro pasos. Se para el tiempo. Interminable frame. Corre al desmarque, como un lobo solitario, un tal Giovanni. Zancada de depredador nocturno. Dos segundos tarda Zarfino en aposentar su cuerpo de cíclope en el lugar donde anidan los goles. Raso sale el centro de Fraile.
La diestra, la diestra. Arbilla se despista y, en un metro que va del vacío al cielo de la hierba, la derecha de Zarfino es un verso suelto. Pero qué hermoso aquel verso, esa pierna que vuela, esa bota descarriada que, como puntas de ballet, danza por los once metros tal cual una bailarina romántica del XIX: rotas las ataduras, etérea ahora la pata, el fútbol salpica todo su drama. Zarfino, tutú amarillo, disfrazado de aldeano en el césped, bate a Cantero, que es un guardabosque menos despierto que Hilarión.
El del ático apaga la tele. Aprieta la radio y se persigna. Baja cuatro pisos como presa perseguida. La radio, la radio, la radio. Dos minutos. Al salir a la calle, el silencio se ha mudado de barrio. Ahora, un bisbiseo, un rumor alargado. En una esquina, cien doscientos rojiblancos toman las aceras. Minuto 96. Las pantallas, en Butarque. Pero, ¿y Santo Domingo? Poned Gol TV, vamos. Final, final, vocean. El perro, el pastor alemán, suelta un bramido generoso. El seísmo había llegado. La noche es ahora beatitud, ventura, gozo, júbilo y yo qué sé qué cosas.