Los últimos que molieron en la almazara de Senés

Los últimos de la Almazara de Senés
Aquella mañana, aquel hombre, bajillo y enjuto, agarraba un peine con sus manos de piel aun tersa y lo deslizaba con firmeza en una suerte de caricias y consentimientos a los tallos. Tenía 81 años. Una sonoridad de cadencias, a veces armónicas, a veces estridentes, invadía aquel lugar de paz. Luego cogió un palillo corto de almendro de no más de un metro de largo y aceleró su ritmo al varear. Caían las señoras, descansando, a dos fardos agujereados, separados por el tronco y alineados uno frente al otro.
Media espalda reposaba en una rama recia. Pies semiflexionados. En su camisa blanca se dibujaban, curiosas, las sombras de las hojas. Lo llamaron. Mas no oyó a nadie. En otro tiempo, hubiera encendido un Celtas Cortos, pero la jubilación le hizo virar los planes. Bajó dos peldaños, de súbito, y se acomodó en la intersección de dos ramas robustas. Por un instante, parecía precipitarse al vacío, pues solo el aire, la nada, protegía la parte posterior de su cuerpo, pero no había nada por lo que temer. Aquel viejo flotaba. Flotaba como si la gravedad no echase de menos su masa. Convencido de su experiencia, agarrado a una extraña intuición, era capaz de mantener la espalda recta, desafiando al precipicio, mientras circundaba el horizonte de montañas y planicies con la mirada placentera de un felino sesteando. Era diciembre y, aunque hacía sol, calentaba algo medroso. Dolía el frío, pero aquel tipo vestía una camisa corta como quien se sabe joven.
Enganchó, al poco, un trozo de pan amasado y dorado en el horno de Encarna, cogió un retal de tocino de una manta blanca y, con un cuchillo feo y chillón, comenzó a comer con fruición. No era hombre de vino, que con el agua fresca de la cantimplora tenía de sobra. Apuró la vianda con cierta prisa y se avino al negocio. Unas dos horas aguantó, estoico, en la torre del más longevo olivo de aquel bancal. Y antes de irse, contempló las copas. Otra vez. Sin prisas, bajó a tierra, recogió las señoras de las periferias, las acomodó en las mallas, se dirigió a la torva de madera, separó con presteza el follaje de ramas y hojas, vio caer a las olivas en el capazo, alistó los ropajes con denuedo y escondió las escaleras, sin disimulo alguno, debajo de los fardos.
Es el retrato de Juan, un viejo de Los Filabres que hizo vida en Fuente de la Higuera (Benizalón), pero como Juan hay decenas de octogenarios que aún se suben al tronco del olivo viejo a desgarrar aceitunas. Que se lo pregunten a Antonio Usero. O a Antonio Manzano. O a Antonio Fernández. O a José Sola. En Senés, escalonado en la falda sur de la sierra, las lajas de pizarra nos recuerdan su autenticidad. Aquellas calles son un óleo entre dos ramblas de casas macizas y calles empinadas.
Son las siete de la tarde. 12 de junio. En la plaza de la iglesia parroquial, de estilo mudéjar (siglo XVI), hay dos columnas de origen árabe. Con ayuda de la Diputación, ahora lucen en una preciosa capilla dedicada a la Virgen María en el templo católico. Un guiño al pasado. Lo que hoy es iglesia, antes fue mezquita. Y allí, en la puerta, hay un banco que cubre toda la fachada, de este a oeste, en la que, al caer la tarde, el sol se esconde y las conversaciones, siempre a la sombra, son parsimoniosas.
El día de la inauguración del Centro de Interpretación de la antigua Almazara de Senés, Antonio Fernández Avellaneda volvió por un momento a 1968. Aquel año fue cuando se cerró y él es uno de los pocos vecinos vivos que llevó sus olivas.
-Yo molí aceituna aquí en esta almazara el último año. Soy uno de los pocos que recuerdan eso.
La antigua almazara ha sido rehabilitada con esmero. Han respetado su fachada de piedra de pizarra. Situada en el lugar más alto del pueblo, en sus 206 metros cuadrados alberga prensas, caldera, tolva y molinos con sus piedras graníticas. La musealización ha sido diseñada con el Grupo de Desarrollo Rural de la comarca y el grupo Foco Sur, del periodista de El Pilar (Lubrín) Diego García Campos. La Diputación ha puesto el dinero y, junto al Ayuntamiento, han conseguido dar una vida nueva a esta seña de identidad. “El aceite de oliva ha quitado mucha hambre”, decía el presidente de la institución provincial, Javier Aureliano García. Antonio asentía con la cabeza.
-Hasta inicios de los 60 esto funcionaba con animales.
Antonio conversa con otro Antonio, que en Senés los Antonios son mayoría –la inauguración debió ser el 13 de junio-.
-Los dueños maquilaban un tanto por ciento del producto que molturaban. Los clientes se iban unas veces muy contentos porque les daban mucho aceite y otras veces cogían muy poco.
-¿...?
-No se reconocía que el producto no rendía lo mismo todas las veces.
Mientras se proyectaba un vídeo, invitamos a Antonio a salir a la calle. Sol tórrido, un monte impetuoso, de miradores y senderos perdidos entre riscos. Allí había otro Antonio con su mujer. Llevaban los dos Antonios tiempo sin verse. En la foto se dan la mano. Abrazos fraternos. Antonio Usero Fernández vive en un cortijo. Le preguntamos por sus recuerdos. Una emocionada onomatopeya.
-Ufff.
-¿Sigue usted cogiendo aceituna?
-No, porque ya soy mayor, pero vivo en medio de muchos olivos.
Hay en Senés una fortaleza medieval e inscripciones árabes y restos de cerámica en el despoblado de Cuesta Roca. Y aceite. Oro virgen que traspasa el umbral culinario. Es el Mediterráneo. Un modo de sentirse filabreño. El aceite de las orzas donde se guardaba el lomo. El de los potajes y las ensaladas de tomates que sabían a tomate: los de los bancales.
Despedimos a los Antonios al abrigo de la almazara. En la fuente de la plaza alta hay agua fresca para mitigar el sofoco. Corre ahora más aire. De vuelta, el desierto, donde el aceite es el tesoro. Como Juan, el Juan de Fuente de la Higuera, aún hay viejos que serpentean abrazados a una escalera. Sus olivos no son árboles, no. Son su vida misma. Sin ellos, sin las manos cortadas por el frío, no se entiende de dónde venimos.
De camino a Almería, este juntaletras pareció ver a un hombre fumarse un Celtas, con pausa y silencio, mientras escuchaba el concierto coral de unos pájaros cerca de la Balsa de la Lagartija. El hombre es Juan, mi abuelo. Cuando murió, llovía. Lágrimas de abril. Fue enterrado en una loma del Olivar Seco, tan cerca del bancal de la choza, pero su alma sigue allí, como en aquella venturosa mañana de invierno. Y es un alma que regresa siempre al sitio donde nació porque, como los olivos milenarios, jamás muere.