La piel de toro
En esta piel de toro hemos sufrido un verano muy caluroso, más de lo acostumbrado, achacable -dicen- al cambio climático, a ese ente que está ahí acechando con su espesura de ramas secas, como lo más tenebroso de nuestra cultura. Y hablando de cultura, ¡qué agosto de fiestas! Para unos, mientras que para otros -me refiero a los animales- cuánto regocijo de cultura nos inventamos para enviarlos a mejor vida, tras haber sufrido tormento y humillación.
Zoos Otra forma de humillación y dolor contra los animales la tenemos en los zoos, ya que desde el poder que nos otorga ser la especie que somos, decidimos todo por ellos: sexualidad, alimento, donde viven o donde no. Este poder es especialmente duro para primates como los grandes simios, a los que un día sacaron a la fuerza de su hábitat, su selva, para “vivir” en otra que es lo más parecido a una jungla diminuta de cristal y cemento, obligados a llevar una “vida” sedentaria y gris: vamos, un cautiverio.
Y esto a muchos nos duele; en mi caso, aún más desde que tomé conciencia del asunto, al detenerme un día en uno de los corredores de adaptación del zoo: allí, un orangután gigante me miró fijamente a los ojos y con su mano me señaló el cerrojo que lo separaba de la libertad, indicándome claramente cómo abrirlo -con la intención de escapar de aquel cuarto oscuro de hierros y cristal.
Vergüenza La situación se me hizo muy dura emocionalmente y salí de allí lo más rápido que pude, avergonzada de participar en aquella crueldad. Era un orangután grande y muy triste -se le veía en sus penetrantes ojos marrones-, y supe de una forma muy especial lo que es la crueldad contra unos animales tan cercanos al ser humano.
Desconozco ciencia alguna al respecto, pero mi corazón me dice que a ellos les palpita como nos ocurriría a nosotros si nos esperasen, siendo inocentes, años y años de reclusión.