El único cementerio de Almería en el que nadie llora a los muertos
Carta del director

Imagen de archivo de una patera.
Hace unos días el mar abandonó en las arenas de Cabo de Gata el cadáver sin nombre de un migrante. Es, hasta el momento, el ahogado número 9 de las ultimas dos semanas. Nueve vidas truncadas en la desesperación por vivir en un mundo mejor. Nueve paisajes rotos condenados al olvido o a las lágrimas de aquellos a los que tanto querían cuando les dijeron adiós en un atardecer de despedidas silenciosas que ya nunca podrán ser compensadas por el alborozo del reencuentro.
Sucesos
Crónica de una noche trágica: siete fallecidos en una "avalancha de pateras" desde Adra a Carboneras
Álvaro Hernández
La desaparición constante de migrantes en el mar de Alborán es una tragedia tan habitual ya que casi nadie repara en ella. Los medios de comunicación locales abrimos informativos y portadas un día y, horas más tarde, solo el silencio y el olvido les sirve de mortaja. ¡Cuánta impiedad y cuánta impostura queda sepultada junto a sus huesos!
Impiedad e impostura que es compartida desde la derecha a la izquierda. Y, lo que es peor, por la inmensa mayoría de los ciudadanos. Nueve migrantes ahogados no le interesan a casi nadie. Empezando por los grandes medios de comunicación y los grandes partidos políticos. Ya, por no haber, no hay ni burocráticas declaraciones de lamento por ninguna administración y por casi ninguna organización. La vida de los pobres no vale nada.
Sucesos
Aparece un cadáver flotando en el agua en la playa de La Fabriquilla de Cabo de Gata
M. R. Cárdenas
Y no, no hay ni una brizna de exageración en esa valoración de vacío con que miramos los cadáveres que arroja el mar.
Y, si alguien duda de esa obscena indolencia ética, le invito a que se haga esta pregunta: si los nueve cadáveres recuperados en nuestras playas no hubiesen sido los de nueve personas que huían de la pobreza y hubiesen sido los cuerpos de los ocupantes de un barco de lujo hundido mientras surcaban en un anochecer de vino y rosas contemplando la belleza infinita de nuestra costa, ¿cuántos telediarios habrían abierto? Ya se lo digo yo: Todos. ¿Y cuántos políticos, desde el gobierno, la Junta o los ayuntamientos se hubieran apresurado a mandar sus condolencias? También se lo digo yo: todos. Igual hubiera ocurrido si los fallecidos hubiese sido la tripulación de un barco de pesca de cualquier puerto de Europa mientras faenaba en nuestra costa.
La muerte no hace distingos. Los vivos son- somos- los que caemos en la impiedad y la impostura de distinguir a las personas por su color de piel, por el Dios al que rezan o, sobre todo- insisto: sobre todo- por su cuenta corriente.
Ya nadie se acuerda de aquella noche de desolación y espanto en medio del desembarco. Los compañeros de patera habrán buscado cobijo en las esquinas siempre miserables de las administraciones (aunque algunos cretinos crean y algunos fascistas proclamen con cinismo que cuando llegan a tierra aquí les espera el paraíso financiado por el Estado); las mafias continuarán contando el dinero saqueado con su infinita crueldad. Y mientras la vida sigue, los nueve cadáveres, quizá sin nombre, continuarán esperando que alguien, en algún lugar de África perdido entre el viento de arena y la maldición eterna de la pobreza, reclame sus cuerpos para enterrarlos en la desoladora amargura de un dolor irremediable.
El mar de Alborán y sus playas se ha convertido en un cementerio en el que centenares de hombres, mujeres y niños encuentran la muerte cuando apenas habían comenzado a vivir. Es dramático. Pero también lo es que, con el olvido o la indiferencia, en ese mar también estamos sepultando cada día la decencia ética y la exigencia moral de los que sí vivimos en la otra orilla.
Las lágrimas de esas nueve madres que un atardecer vieron marchar a sus hijos hacia la conquista de una vida mejor tienen el mismo sabor y el mismo dolor que las de las madres que viven en la otra orilla del mar con la que tanto soñaron. Aunque algunos desalmados proclamen cruelmente lo contrario.