La Voz de Almeria

Opinión

La tarde en que una plaza fue cien plazas

Almería, la Almería eterna, recupera su sístole y su diástole; recupera la plaza que ha sido, la plaza que es; la plaza que será por siempre

Aspecto de la Plaza Vieja de Almería en la tarde de la inauguración.

Aspecto de la Plaza Vieja de Almería en la tarde de la inauguración.Ovni Audiovisual

Manuel León
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Nada hay más almeriense que pasar una tarde con un merengue en la Plaza Vieja, con el fangandillo de Gaspar Vivas sonando en el carrillón altanero, con la alcazaba moruna perfilándose en el confín, con el acento indígena de los niños peleándose por una pelota, con mayores sorteando el hastío en un banco de piedra, con camareros sirviendo el vermut bajo los soportales; nada fue tan almeriensista este año como la tarde del pasado jueves en esa plaza rompeolas de la ciudad antigua; nada fue tan castizamente urcitano o bayyano como ese rato de antesdeayer en el que se volvían a abrir los pretiles de la Vieja Plaza, como colofón a un asedio de martillos y punzones que ha durado casi un cuarto de siglo, una generación entera, desde que las casas consistoriales tuvieron que ser desalojadas porque se caían los techos encima de los hombros de Diego Cervantes; ¿o fueron los de Pérez Navas?

Fueron volverse a abrir brocales y antepechos, por el norte y por el sur de la arcada y llenarse el espacio de munícipes, jerarcas, músicos, maestros de ceremonias, despistados y vecinos en general, que sintieron la fragancia del flamante territorio recién conquistado y sembrado de travertino fetén de Alhama y buscando, como Diógenes con un candil, el sol obispal bajos sus pies.

Hay lugares que palpitan más que otros, rincones que, aunque el tiempo se les eche encima como una manta de polvo, siguen respirando. La Plaza Vieja -oficialmente Plaza de la Constitución y antes de la Libertad, aunque nadie la llame así-resplandeciente de nuevo, volvió a ser eso: uno de esos corazones de piedra que son la esencia que le ayudan a tener a Almería identidad de ciudad eterna. Ahí está, desde que se enfundó Almería su levita liberal y decidió borrar conventos y cenobios para dar paso al nuevo foro ciudadano; una plaza andaluza con hechura castellana, de soportales, arcadas y balcones, que ha visto pasar generaciones de almerienses, de alcaldes demócratas y conservadores, que vio llegar por barco a la Gloriosa, donde se tremoló la tricolor y también el pendón de Castilla.

Ha sido, esta plaza pinturera -cercada un tiempo de escondrijos de dudosa reputación reseñados por don Gerardo- zoco andalusí, escenario de manifestaciones y zarzuelas, centro administrativo y de conciertos de Miguel Ríos, plaza medieval donde se corrían cañas con jinetes a caballo disparando lanzas y protegiéndose con escudos; plaza que fue mercado de abastos, con montañas de cebolla y de naranjas en el suelo, vigiladas por mujeres con pañuelos oscuros en la cabeza como hemos visto en las fotografías de Gustavo Gillman, hasta que se desplazaron, los tenderos, a la obra de fábrica que aún se mantiene en lo que fueron los jardines extramuros de Orozco; plaza que fue coso taurino cuando aún no había nacido siquiera Pepe Hillo; holgura de mendigos y aguadores, de ciegos de romance y impiabotas, de esparteros con tracoma, quincalleros y tratantes de mulas y pájaros silvestres. Un centro de vida, esta plaza almeriense, más castiza que una taranta, una plaza donde se han citado viejos socialistas con boina y periódico bajo el brazo y señoritos de postín en traje de domingo; y niños que antes jugaban con peonza y ahora con patinetes y turistas con esa mirada de “no entiendo, pero me gusta”; y también una plaza para los gatos -los gatos de la plaza- que saben más de su historia que muchos de nosotros. Allí llegaron también las tropas de Napoleón, apoderándose de los conventos cercanos, de las casonas de los Torrealta y los Careaga y de los balcones de la Plaza Vieja, de esos desde los que, cuando uno surca la almendra central, tiene la sensación de que lo están mirando mil ojos detrás de los visillos con miriñaques.

Durante años ha vivido, esta plaza, la amenaza de la piqueta modernizadora que ven más rentabilidad en el hormigón que en la memoria. Pero ha resistido como una vieja dama, con arrugas nobles. A veces se habló de un aparcamiento subterráneo, otras de mover el monumento, como si la historia fuera un mueble, pero la ciudad, al final, supo defender su corazón.

Porque la otra tarde se comprobó que la Plaza Vieja es sístole y diástole de Almería, en 4.000 metros renovados, pero que mantienen la inherencia de lo que fue, con nuevas farolas y bancos y cinco naranjos que complementan a los ficus y palmeras, aunque desaparecieran pasa siempre sus cañones artillados. Y sonó, como rúbrica, en la tarde que se iba, el himno de Sotomayor y de Padilla, destilado por la Banda Municipal y todos nos dimos cuenta de que, a veces, en un acto sencillo, que se ha hecho esperar décadas, puede estar contenida toda la memoria de una ciudad.

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