La Voz de Almeria

Opinión

Almería también tuvo sus gladiadores bajo tierra

El accidente minero de Asturias nos hace rememorar el pasado de esta provincia

Mineros en la sierra de Almagrera a finales del XIX.

Mineros en la sierra de Almagrera a finales del XIX.

Manuel León
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La mina -la negra mina- fue una mortaja hace unos días para cinco hombres en Asturias; vimos imágenes en el Telediario que parecían sacadas de otro tiempo, de otro siglo: sangre, camillas, goteros, viudas con el rostro fulminado, concejales con corbata negra, helicópteros y montañas verdes al fondo. Lo que no tendría que haber pasado nunca, en un tiempo de IA, pasó: una escabechina humana por una mortífera bolsa de gas grisú que explosionó. Dónde estaba ChatGPT que todo lo sabe para evitarlo. Tenían los cinco la ilusión de remontar, de convertir esa antigua mina de carbón en una fuente de grafito y poder tener un trabajo estable. No hubo lugar.

Y uno se acuerda de aquel tiempo de la Almería minera –‘los metales de tus entrañas son tu gloria y tu esplendor”, copleaba nuestro Manolo Escobar- cuando las minas, en esta provincia, fueron, en creación de riqueza, como ahora el invernadero. Quizá más, mucho más, sobre todo para unos pocos. Y aunque Almería no sea Asturias, hubo un tiempo -un siglo entero- en que sí lo pareció. Primero arañando el plomo de la Sierra de Gádor; después la galena argentífera en Sierra Almagrera, el hierro de Bédar, Serena y Serón, el oro de Rodalquilar o el jaboncillo de Somontín, entre otros filones de los muchos que serpenteaban los intestinos de esta provincia. Desde principios del siglo XIX hasta la Guerra Civil hubo actividad continua de pozos mineros en Almería. Y nuestra historia más legendaria y las mayores fortunas -con permiso de la uva- se hizo amasando ese mineral cuyos valores cotizaban en todas las Bolsas de Europa marcando precios, como ahora lo hace, salvando las distancias, el tomate de la CASI.

Miles y miles de obreros almerienses laboraban a diario en el interior de esos pozos en los que cientos, por no decir también miles, se dejaron la piel y hasta la vida al toque de retreta, sepultados en las galerías, cuando el barreno no explotaba como tendría que explotar: la vida -nunca mejor dicho- pendiente siempre de un hilo (o de una mecha). Lo que ha pasado esta semana en Asturias, como una tragedia aislada, pasaba varias veces al mes -ahí está la prensa de la época- en El Arteal, El Jaroso, Los Lobos o Herrerías, desde que el Perdigón dio por primera vez el grito de ¡plata!

Solo en Almagrera se llegaron a registrar 18.000 minas en el siglo pasado y la sierra era entonces un espectáculo de malacates y tornos movidos por bestias; y gavias de niños mineros tirando a costilla bajo el mando de capataces, con la espalda sollada por el capazo de esparto; y los picadores en el fondo de la mina arrancado el mineral; y los limpiadores desbrozando la ganga estéril y los garbilladores cribando la piedra; y los de arriba comunicándose con los de abajo con toques de campana: seis toques era situación de emergencia por algún derrumbe de galería que terminaba con cuerpos ensangrentados subidos por una garrucha. 

Solo tenían consuelo esos mineros cuando oían la voz del capataz gritando ¡cadena! La señal paliativa para subir a la superficie y poder comer un poco del rancho y descansar en el petate. No había lugar para regresar camino a casa a ver a la familia hasta el domingo, el único día libre de este tajo de esforzados gladiadores que laboraban de sol a sol. Pasaron los años y la décadas y el agua y la inundación de los pozos acabó con la minería y también el agotamiento de los filones más superficiales y la caída del precio del plomo y el hierro. Aunque el metal sigue estando ahí, en todo su esplendor, bajo un manto de 200 metros de agua; pero ya no hay hombres, ni los habrá -ni falta que hace- que puedan aguantar lo que aguantaban aquellos antiguos mineros almerienses por un plato de sopa de cominos. Si es que Dios existe, no estaba en las minas de Almería.

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