La Voz de Almeria

Opinión

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Como cada día del año, a excepción de los lluviosos y de mal tiempo, D. Miguel sacaba su silla de anea, de palos torneados y barnizada a muñequilla en color oscuro, a la puerta de su casa, de las señoriales del pueblo, distribuida en dos pisos más la cámara, huerto, y en la planta baja su despacho de abogado.  Sabia que la justicia era la que cada uno sentía en función de cómo se resolvieran sus conflictos de intereses. La idea de justicia de iusnaturalistas, positivistas y demás realea pensante de vida longeva, como no podía ser menos a las prisas que llevaban, no tenía nada que ver con la que cada uno sentía. En aquellos tiempos las palabras y expresiones tan manidas hoy en día, de atrasos, sobrecarga de trabajo, juzgados colapsados, no existían en el mundo de la administración, pero sabía que para las gentes del pueblo no hay mejor justicia que la que ellos se dan, y eso que entonces un Juez de Instrucción de la cabeza del partido era un semi-dios, vestido a diario con terna negra, camisa blanca y corbata del mismo color que el traje, barba o bigote poblados, inabordable y parco en palabras, sus sentencias iban a misa. 
Aún no se había inventado la mediación, tal y como la entendemos hoy en día, pero D. Miguel, anticipándose a los tiempos, la ejercía, creando un entorno plácido y corriente para sus clientes, como hablaban los vecinos sentados a la puerta de sus casas, haciendo de hombre bueno entre ellos y consciente de que el valor de la palabra y de un apretón de manos eran tan o más sentencia que la de un juez o un laudo arbitral, y el acuerdo alcanzado quedaba como una lex inter partes.
Sus dictámenes se consideraban rectae rationis, la transactio o pactos alcanzados eran “pacta sunt servanda”, principio básico que recordaba siempre a su clientela de plaza y silla, y así lo pronunciaba cuando, tras culminar amigablemente la resolución de la litis, los litigantes estrechaban sus manos, sobre las cuales él ponía las suyas y apretando las de aquellos se lo enunciaba, primero en latín y después en castellano ¡los pactos deben ser cumplidos!
Esa era su filosofa y su ética profesional de buen abogado, por eso, desde que juró el cargo y le dieron las llaves del Juzgado no recordaba dónde las había puesto, ni falta que le hacía.
Dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. No me cabe duda de que en estos aspectos sí lo fue.


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