Impostura tradicional de la feria

Su cartel; es otra fiesta más que vale para cualquier tiempo y lugar

Jesús Ruz de Perceval
09:00 • 28 ago. 2022

Esta feria no veremos en Almería sus trajes populares. Suprimido del programa oficial el encuentro de indumentaria tradicional almeriense, no cimbrarán airosas la refajonas ni desfilarán gallardos los zaragüelles; no cantarán ya los ecos de nuestra historia ni bailarán las notas de nuestros gozos.



Ignoro los motivos de esta decisión, solapada por el Festival Internacional de Folclore porque, eso sí, parece obligado conocer los bailes y atuendos típicos de las antípodas antes que los de uno. El encantarse con las tradiciones foráneas al tiempo que se descuidan las propias, minando los cimientos de lo que somos, es la impostura tradicional. Huele a insulsa globalización, a infantiloide multicultural y Agenda 2030, un pasito más tras la imposición del traje de flamenca y los faralaes a ritmo de sevillanas para hacernos insignificantes o una mala copia costera de Triana. “La imitación de características y peculiaridades ajenas es mucho más vergonzoso que vestir la ropa de otro, porque significa juzgarse a sí mismo como carente de valor” dijo Schopenhauer, que sabía poco de ferias pero mucho de dignidad.



Más allá de lo etnográfico, el abandono culmina con la pérdida de sentido, de lo que esas vestimentas y esos usos muestran de nosotros, de nuestros ancestros, de nuestro relato histórico. Refajonas, fandangos y zaragüelles dicen más de lo que somos que los libros de Historia. Son un saber vivo y condensado que grita -Vengo de siglos y ¡aquí sigo! Una voz auténtica e integradora que nos habla de la influencia levantina, de la Alpujarra y lo morisco, del peso del Sol, del arrebato de los vientos y de las Andalucías, que son más de una ofusque a quien ofusque.



En un mundo empeñado en homogeneizar adquiere un valor especial el verbo “conservar”. Por ello, hay algo de heroico en los hombres y mujeres que se atavían en fiestas con la indumentaria típica de su tierra. Son mensajeros del tiempo, sostenes de la tradición y baluarte de las costumbres. Su dedicación adquiere, además, tintes épicos cuando han de colgarse esos ropajes en las fechas más calurosas del año, entre el hervor del gentío y las encendidas miradas posmodernas.



Convertidas hoy las ferias en un desnudarse en todos los sentidos, a contracorriente estos paisanos nos recuerdan que somos portadores de una dignidad, que el recato es necesario, que cubrirse es cuidar y que, lo que vale, merece la pena ser guardado. En vestirse, no en desvestirse, consiste siempre la civilización, advirtió con lucidez Nicolás Gómez Dávila.



Cuando la feria ha sido tomada por aquellos que, so pretexto de ir fresquitos -con o sin vuvuzela- se enarbolan en chanclas, shorts y caladas camisetas de tirantes, prestos a enseñar carne, nuevas musculaturas o bronceadas voluptuosidades y ufanos de intercambiar sudores, los que, por el contrario y aun queriendo ir también frescos, nos imponemos los límites del decoro o un mínimo de elegancia, hallamos en la resistencia de las refajonas y los zaragüelles un ideal caballeresco: con su presencia no sólo salvaguardan la cultura sino también gran parte de nuestra dignidad.



Sus linos y sedas, algodones y esparto, tienen el tacto de la libertad, de la elevación que procura elegir lo suyo entre tanta mediocridad, quizá por ello se muevan, orgullosos, tan ligeros. Alardear de lo propio es también ponderar lo ajeno, porque los que defienden sus tradiciones sea donde fuere, por muy diferentes y más distantes sus lugares, se reconocen y respetan en la valía que ello entraña. Esa es la igualdad de los distintos.



Tristemente se impone hoy el abandonarse, el todos desnudos y descafeinados. Ya se advertía con la elección del cartel anunciador de la Feria. Hermoso por anodino, casi antiséptico, apto para todo salvo para los alérgicos al polen, que igual serviría para celebrar la llegada de la Primavera o felicitar el día de San Valentín -“el día que tú naciste, nacieron todas las flores…”- y donde el honor a la Patrona de Almería queda relegado a la letra chica, allí donde caen las advertencias legales de los contratos o los efectos secundarios de los fármacos. El significado de las cosas desaparece para que puedan convertirnos en meros consumidores festivos y agradecidos porque se nos obsequian unos días de feria para pasar, posar y pagar.


Se borra así una seña más de esta idiosincrasia para echarla en el baúl de los recuerdos junto al Indalo, el día del Pendón o la cruz de San Jorge que es nuestra bandera, y sin Karina que rebusque.


Desprovista de identidad, la feria tiene la polivalencia de su cartel; es otra fiesta más que vale para cualquier tiempo y lugar. Este año, como las carabelas, tres mentiras lanzamos al mar: la feria ni es feria, ni es de Almería, ni es en honor de la Virgen del Mar.


Confío en que este olvido municipal de lo nuestro y popular sea sólo temporal, un trastorno transitorio del programa, igual que confío en esos irreductibles almerienses, quijotes y agustinas del sureste, que cuidan con mimo nuestras tradiciones y esas pequeñas grandes cosas que nos hicieron como somos. A ellos va mi gratitud.


Quizá, si entornamos bien los ojos, podamos ver al final de la calle unos refajos y zaragüelles que vienen en coloridos carros tirados por vacas almanzoreñas, todo al son de unos guitarros.


Ante la imposibilidad de cantarles un fandango o una taranta de Almería, me quedo con mi regomeyo y les deseo una feliz Feria. Que el calor les sea leve.


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