Obituario a un faro

140 años viendo temporales y bailes en la discoteca

El faro de Garrucha junto al Castillo, en los primeros años del siglo XX.
El faro de Garrucha junto al Castillo, en los primeros años del siglo XX.
Manuel León
11:28 • 22 sept. 2021 / actualizado a las 12:59 • 22 sept. 2021

Los faros también tienen su alma, también hay que enterrarlos como se entierra a un anciano abuelo. El faro de Garrucha tiene eso: que es un abuelo anciano de 140 años y hay que inhumarlo, aunque solo sea porque a los hitos del paisaje también se les coge cariño. El faro garruchero siempre ha estado ahí, a las buenas y a las malas, con los levantes de marzo y las calmas de eno, con los soles de julio y las lluvias de abril; siempre ha estado ahí, desde que los tatarabuelos de los actuales garrucheros vieron por primera vez en 1881 cómo prendían la mecha con la parafina, al lado del Castillo de Jesús Nazareno.



Han ido pasando los años y ahí ha estado siempre el faro de Garrucha, agazapado entre retamas, como un faro mesocrático a pie del camino a Mojácar, un faro como de andar por casa. Primero fue libre como el viento a los cuatro costados. Después empezó a ser asaeteado por el crecimiento urbanístico, quedando como un  burro amarrado a la puerta de un baile. El baile estaba enfrente, en la discoteca Acuarios que se abrió en los 70. Fue el primer golpe a su autoestima. Ya no dormía en silencio y competía con otras luces más psicodélicas que salían del centro de la pista, manchando su honor de faro proletario pero honrando. Se llevaba mejor el faro con la solitaria tasca de vinos de Diego de Haro, que estaba antes que la discoteca, donde los pescadores bebían vino clarete y se marchaban borrachos al atardecer. Lo más temprano que veía el faro con los primeros claros del día, cuando él se iba a descansar, era el fragor de los camiones de los Denses cargados de almejas rumbo a Italia y el pan recién hecho que iba repartiendo Rodrigo con su moto por las casas colindantes.



Esta semana ha muerto el faro de Garrucha, tras casi medio siglo de platear el horizonte marino. Fue un día de 1881 cuando lo encendió el torrero por primera vez. Había abandonado Villaricos donde nació su luz, porque allí era imposible seguir viviendo entre charcas insalubres del río Almanzora y fareros que morían de paludismo.



En Garrucha encontró la paz necesaria para cumplir con su trabajo: orientar a los argonautas en las noches sin luna, cuando más falta hacía su destello humilde de faro de quinto orden que no tenía la suerte de estar empinado en un promontorio. Desde allí, durante décadas, divisó paylabotes cargados de esparto de los Fuentes, los botes de las traíñas y los grandes vapores que venían a por el mineral de Almagrera o de Bédar. También vio naufragios y mujeres enlutadas, como las que pinta Clemente Gerez, que acudían a la orilla con una hacho de lumbre en la mano a ver los restos de la barca o a esperar que el mar devolviera el cuerpo hinchado de agua de sus esposos marineros, el mismo mar, la misma mar, que ahora devuelve cadáveres de argelinos que soñaron con otra cosa distinta que ahogarse entre las olas. Esas olas que no han dejado nunca de batir frente a él, desde que empezó a dirigir su luz blanca en un radio de nueve millas.



Tuvo muchos jefes, el faro de Garrucha enumerados por su último farero, Mario Sanz: desde Fernando Ferrón a Leopoldo Plá, desde Cristóbal Fernández, a quien los milicianos obligaron a apagarlo, a Nemesio Riera, al que cada dos por tres se le inundaba la casa por los levantes. Pero el que le quedó más grabado en la memoria a este faro que aún está de cuerpo presente  fue 'Enrique el farista' , descendiente de aquellos antiguos vigías de la costa, que llegó soltero a la casa del faro y con su mujer Rita crió a sus hijos a pie de esa linterna mágica. Allí disponía Enrique Pérez Gambero de tres dormitorios, una cocina, un despacho, un almacén, un pozo con aljibe y hasta un gallinero que en los duros tiempos de Postguerra le permitieron desayunar huevos frescos a diario.



Tuvo que lidiar con derrumbes en el techo de la casa, con la presencia de roedores, con vigas más peligrosas que la de Ohanes, pero allí siguió, fiel a su faro, a su lamparita de acetileno, hasta que se jubiló en 1987. Enrique, si viviera, no estaría muy contento de que hayan dejado morir su faro.



Lo cierto es que su luz ya no era tan necesaria para la navegación, ya había sido invadido por la propia luminosidad del pueblo, de las urbanizaciones colindantes. Ya era como un vivo muerto, como un muerto vivo. Varios proyectos intentaron mantenerlo activo: elevar más la torre, trasladarlo al monte Calvario, al lado de la Chimenea de san Jacinto. Pero ninguno cuajó.



Ahora un faro flamante en Mojácar lo releva después de casi siglo y medio de servicio ininterrumpido; ahora, la nueva baliza del Moro Manco, despliega sus plumas como un pavo real sobre Marina de la Torre a 163 metros metros de altura, para que los destellos lleguen hasta el Gurugú. Hoy lo inauguran rompiendo una botella de champán, mientras que a él, al viejo faro, ya lo han desconectado, ya emite señales de encefalograma plano. Acaba de morir el faro de Garrucha y como en el popular poema, "aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, su belleza permanecerá en el recuerdo".




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