Exijan de una puñetera vez el certificado Covid o váyanse todos a la m...

El Estado tiene la obligación de que el delirio de unos pocos no afecte a la vida de los demás

Pedro Manuel de La Cruz
07:00 • 21 nov. 2021

Confieso ante el dios todopoderoso de la razón y ante ustedes, lectores que tienen la generosidad de leer esta Carta, que la sensación de que vivimos en un país de pandereta cada vez me asalta con más frecuencia y, lo que es peor, más argumentos.  



A la mediocridad insoportable de una clase política incapaz de traspasar la inmadurez de la adolescencia, la ocurrencia como táctica, la acumulación de ocurrencias como estrategia y la tontería sistémica, se une cada mañana la impostura irresponsable de quienes nos gobiernan desde cualquiera de los tres poderes montesquianos. Raro es el día en que alguno de los tres (a veces en soledad, a veces en compañía de otro), no salta al escenario para provocar una percepción cercana a la vergüenza ajena. Son tan insufriblemente torpes que hasta lo que hacemos bien los ciudadanos, intentan estropearlo con su estulticia. 



Voy a eludir como hormigón de los argumentos que construyen el desolador paisaje antes descrito el pacto impúdico del Tribunal Constitucional, el iluminismo permanente de Ayuso para sumir en las tinieblas de la oscuridad el liderazgo desorientado de Casado o la desvergüenza de Sánchez en los pactos con sus socios, circunstancias todas ellas ya instaladas en la normalidad de un país habituado a la irresponsabilidad de quienes nos gobiernan desde La Moncloa, el Parlamento o los tribunales superiores. 



Desde que comenzó la pandemia ninguno de esos poderes ha estado a la altura que las circunstancias demandaban. Pasada las primeras semanas en las que nadie sabia nada, cada uno de los tres pilares del Estado ha recorrido un camino distinto y, en numerosas ocasiones, distante. 



El último espectáculo en el que acaba de subirse el telón y al que ya estamos asistiendo como espectadores desorientados es a la diversidad de criterios con que el gobierno central, las comunidades autónomas o los tribunales superiores de Justicia se están acercando ante la necesidad, o no, de implantar el pasaporte Covid para entrar es espacios y servicios públicos cerrados. Nadie se pone de acuerdo y mientras una comunidad se muestra partidaria de imponerlo, otra enfatiza la supremacía de la libertad suprema de los negacionistas antivacunas, y la de allá (o acá, como sucede en Andalucía) se disponen a bailar la parrala- que sí, que sí; que no, que no- hasta que un tribunal decida si es legal la exigencia del certificado. 



Líbreme la diosa judicial de los ojos vendados y la balanza equilibrada en la mano izquierda recorrer con ligereza el laberinto de las leyes, pero no es de mucho sentido común que quienes, en uso de su libertad individual hayan optado por no vacunarse, no vean coartada su libertad cuando pueden aumentar, como ha quedado constatado, el riesgo de contagio de quienes, siguiendo el criterio empírico de la ciencia, sí han decidido protegerse y proteger a los demás. O dicho más claro: si a usted le asiste el derecho de seguir las enseñanzas de un puñado de cretinos delirantes, el estado tiene el derecho y la obligación de que su peligrosa impostura y su esotérico delirio no acabe afectando a la salud y a la vida de los demás. Punto. Ya está bien de puristas desfiladeros jurídicos. Si usted quiere entrar en un bar, subirse a un trasporte público o ir a un cine, o se vacuna, o se toma la cerveza en su casa y hace el trayecto a pie. La estupidez debe pagarla el que se la trabaja, nunca el que ha hecho todo lo posible por no sufrirla. 



En una guerra- y la lucha contra el Covid lo es- el puritanismo es un aliado del enemigo. En España y en el resto del mundo ya lo hemos sufrido por no contar con una estrategia común. Es cierto que la llegada inesperada del virus propició aquella desorientación inicial, pero hoy ya sabemos lo suficiente para asegurar que ante un enemigo tan mortífero no podemos enfrentarnos como aquel ejército de Pancho Villa en el que había mas generales que soldados. Que un español tenga que presentar el certificado Covid para entrar en un bar en Galicia y no tenga que hacerlo para sentarse en un restaurante en Madrid es una prueba evidente de que este país está en manos de insensatos y temerarios. En manos- y sálvese el que pueda- de una banda de forajidos huidos del territorio de la inteligencia, de irresponsables ensimismados en un yoismo infantil y de adoradores del marketing diseñado por algunos tontos que se creen y a los que creen muy listos. 



-Dejemos que el tiempo pase a ver que nos trae-, contestó Fermina Daza a la petición de Florentino Ariza de rencontrarse en aquel amor roto hacía 53 años, siete meses y 11 días con sus noches.  


Frente al covid no podemos esperar lo que esperaron los protagonistas de “El amor en los tiempos del Colera” del Gabo García Márquez. No estamos inmersos en la belleza del realismo mágico; estamos implicados en la realidad de una guerra sin cuartel con millones de víctimas.  Hay que actuar rápido. La sexta ola puede estar acercándose (¿por qué lo que está sucediendo en Alemania y otros países cercanos no va a acabar sucediendo en España más temprano que tarde) y ya hemos cometido bastantes errores en las cinco olas anteriores para continuar persistiendo irrazonablemente en ellos.  


Por eso y ante lo que se avecina, si quienes dirigen la guerra no son capaces de asumir de forma unánime una estrategia común adecuando, si es preciso, la norma a la realidad (el hombre no se hizo para el shabat, sino el shabat para el hombre) lo que deberían hacer es irse. Pero no a sus casas. A la mierda y para siempre.  


Que ya está bien de irresponsables sin puñetas o con ellas.     


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