La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los grandes escenarios de los paseos

Las mañanas del parque eran de paseos y vida tranquila, de fotógrafos ambulantes y niños

El joven hostelero almeriense Francisco Figueredo con su ropa de domingo debajo de las pérgolas del parque. Años 50.

El joven hostelero almeriense Francisco Figueredo con su ropa de domingo debajo de las pérgolas del parque. Años 50.

Eduardo de Vicente
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Se ha perdido la costumbre de salir sin rumbo fijo, aquello que llamábamos ir a dar una vuelta, sin necesidad de programarse ni de llevar un duro en el bolsillo. Ahora hay motivos más pragmáticos para salir. La gente sale a andar por cuestiones de estética y de salud, sobre todo los que buscan bajar de peso y aliviar de sus venas la carga de colesterol. Los que en vez de a andar salen a compartir lo hacen casi siempre buscando el escenario de la terraza de un bar o un restaurante, ya que salir a subir y bajar el Paseo, como se hacía antiguamente, es una práctica en desuso.

En otros tiempos, el día oficial de los paseos era siempre el domingo. Había una tradición no escrita que todos compartíamos y que pasaba por vestirse de limpio y lucir la ropa y los zapatos y el pelo bien acicalado allí donde más gente hubiera. El Paseo, como avenida principal, era entonces un río de vida, con los cafés tan concurridos que se hacía difícil encontrar un sitio en alguna terraza si hacía buen tiempo, que solía ser casi siempre.

Las otras alternativas eran el parque y el puerto. El andén de costa era un territorio de mañanas, sobre todo si llegaba algún barco de guerra. A las familias de Almería les sentaba muy bien aquellos paseos tranquilos a la orilla del mar, tomando el sol y respirando el aire cargado de yodo que nos regalaba el Mediterráneo.

No había un puerto único y homogéneo. El puerto tenía varios escenarios, con vidas distintas: no era lo mismo perderse por el espigón de Levante que caminar por el puerto pesquero. El espigón de Levante era una pasarela donde tenías la impresión de estar caminando sobre el mar, que nos iba invitando a penetrar hasta que llegábamos al balcón de las rocas, donde cerrábamos los ojos y rozábamos el faro con la yema de los dedos. Aquel rincón era el más solitario, la guarida de los pescadores y el refugio de las parejas de novios que se protegían de la humedad entre abrazos y besos. Desde las rocas podías ir brincando, siempre con mucho cuidado para no resbalarte, hasta la playa pequeña del Cable Inglés, un lugar que en los días de invierno se quedaba completamente vacío.

Casi todos íbamos al puerto con las manos vacías, solo a mirar. Mirábamos los barcos extranjeros con sus banderas multicolor y sus marineros que nos parecían de otro planeta, sobre todo los americanos, que eran tan altos como un mástil y tan exóticos como los veíamos en las películas. Al puerto también íbamos a nadar. Era la piscina de los pobres. Los que no tenían dinero para bañarse en la piscina sindical y tirarse desde sus trampolines reglamentarios, se conformaban con irse a la escalinata real y lanzarse de púa desde el muro de piedra, sin importarle el riesgo y la posibilidad de salir del agua con un barniz de aceite en el cuerpo.

Había quien prefería ir a pasear al parque, que también era un escenario de domingos. Si en el puerto te bañabas de sol y de brisa marina, en el parque podías sentarse debajo de una sombra y pasar un rato viendo el deambular de la vida o leyendo un libro o un periódico. Teníamos para elegir, ya que contábamos con dos grandes parques que corrían paralelos al andén de costa, separados por la Carretera Nacional que a comienzos de los años setenta empezaba a tener ya un tránsito importante.

Si querías más intimidad y sobre todo más sombras, allí estaba el parque viejo con sus árboles centenarios y su alma tranquila, un escenario que los domingos se llenaba de madres que paseaban con los coches de los niños recién nacidos. El parque nuevo era otra historia, sobre todo cuando decidieron reformarlo y le quitaron las pérgolas de la posguerra que le daban un aire más reservado.

Los niños que no queríamos ni parque, ni paseo, ni puerto, teníamos siempre la alternativa de perdernos en la playa de las Almadrabillas, con el riesgo de mancharnos de aceite o de alquitrán la ropa limpia de los domingos. Otras veces, cuando tocaba aventura, cogíamos el camino que iba desde el andén del puerto al Faro, que los domingos se convertía en otra gran avenida cuando estaban de moda el Puente de Hierro y La Barraquilla, bares históricos que en un día festivo sacaban la ganancia de un mes.

Ir al Faro era un episodio extraordinario porque quedaba lejos y porque para llegar había que atravesar varios universos. Uno de ellos era el puerto pesquero y la lonja y otro el camino de los astilleros, donde siempre había obreros trabajando aunque fuera un domingo. Cuando por fin llegabas al Faro comprendías que había merecido la pena el esfuerzo. Allí te llenabas de soledad y te sentías el personaje más libre del mundo, aunque después no pudieras sentarte en las rocas ni tirarte al suelo para no manchar esa ropa extraordinaria que nos colocaban los domingos.

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