El fútbol que se olía y se rozaba
Nos quitaron el Franco Navarro para darnos el estadio más desagradable de España

Vista del campo Franco Navarro a comienzos de 1976.
Nos vendieron el cuento de que el estadio de los Juegos Mediterráneos era la joya de la corona, que los almerienses íbamos a tener por fin un gran escenario para disfrutar del fútbol a la altura de otras ciudades del país, pero nos encontramos con un recinto desangelado, pensado únicamente para organizar pruebas de atletismo y nunca para el fútbol.
Ahora, dos décadas después, nos encontramos con un estadio inservible para el fútbol en el que no se organiza ninguna prueba de atletismo profesional. Tenemos el estadio más caótico de España. No hay un escenario donde se vea peor el fútbol que en el campo del Almería, donde los que estamos colocados en un lateral nos tenemos que conformar con intuir las jugadas que se cuecen en la portería contraria. Los que además estamos situados en la zona baja de la grada de preferencia no vemos la línea de cal blanca de nuestra banda, por lo que también intuimos los fuera de banda.
Habíamos soñado con que la llegada del capital árabe nos iba a transformar este simulacro de estadio por uno decente, pero tal y como se suceden los acontecimientos los propietarios actuales no parecen tener ninguna predisposición para afrontar una obra que es fundamental de cara al futuro y que aquellos proyectos de remodelación de los que hablaba Turki han quedado solo en buenas intenciones impresas en papel mojado.
Si de verdad existiera la voluntad de hacer un estadio nuevo sobre el que ya existe se podría haber empezado cogiendo como ejemplo lo que ha hecho el Real Zaragoza, que para remodelar la vieja Romareda ha levantado un campo portátil en pocos meses con un aforo de veinte mil espectadores. Aquí no tenemos nada más que palabras y frases hechas que hablan de una ciudad deportiva que se retrasa más de lo previsto y de un remodelado estadio que a este paso no llegará jamás.
Ir el estadio de los Juegos Mediterráneos a ver un partido es una prueba de fuego para cualquier aficionado que le guste el fútbol por esas malditas distancias que convierten al hincha en un mero espectador que vive el fútbol de lejos. Desde esta perspectiva se puede entender que cada jornada sean cientos los abonados que prefieran quedarse en sus casas y ver el partido por la tele.
Los que venimos del Franco Navarro jamás nos podremos acostumbrar a este estadio. Allí el fútbol se olía y se rozaba y la gente actuaba como uno más en aquel elenco de actores que empezaba por los jugadores y terminaba por el árbitro. En el Franco Navarro olías la hierba como si te la estuvieras comiendo; estabas tan pegado al terreno de juego que sentías el perfume a Reflex que emanaba de las piernas de los jugadores. En un fuera de banda estirabas el brazo y rozabas la camiseta del futbolista y cuando el graderío gritaba y se levantaba a protestar o a celebrar un gol, los pilares del edificio temblaban de verdad y los contrarios entendían que lo de jugar contra doce no era una exageración. En el Franco Navarro la pelota se deslizaba con suavidad, dejando a su paso un suave murmullo. El roce del balón sobre el césped dejaba también el perfume de la hierba recién mojada que nos embriagaba de fútbol. Supimos entonces que aquél era un mundo de sensaciones extraordinarias que nosotros desconocíamos porque veníamos de un estadio destartalado de posguerra, donde todo parecía lejano, donde el balón sonaba a madera, donde nunca éramos suficientes por muchos que estuviéramos en las gradas.
El Franco Navarro nos acercó al fútbol por dentro y nos mostró los pequeños detalles, la épica y la lírica, la alegría y el llanto vividas desde la primera fila. Fue entonces cuando descubrimos que el fútbol era un mundo de sensaciones, que más que un deporte era una pasión, que más que un juego, era la vida, el cordón umbilical que nos seguía uniendo directamente con la infancia.