¿Por qué desapareció el sereno?
Los serenos vigilaban de noche por las calles con la protección de un pito y un garrote

Un sereno con su gorra y su garrote paseando por el centro de Almería. Además, los serenos solían llevar un pito para usarlo de reclamo frente a cualquier suceso.
Hay quien piensa que nunca debieron desaparecer los serenos en las ciudades porque le daban un poso de seguridad al descanso de los vecinos, aunque no tuvieran medios adecuados para defenderse o repeler a un ladrón. Rondaban las calles de noche y eso era suficiente porque habían alguien velando tu sueño.
Uno de los recuerdos más remotos de mi infancia es el de uno de aquellos vigilantes nocturnos. Cuando en el silencio de la noche se escuchaban los pasos cansados del sereno, yo corría hacia la puerta de mi casa y a través de un agujero que me servía de mirilla, veía pasar al vigilante. No sé por qué motivo la figura de aquel personaje me producía una excitación cercana al miedo. Me imponía su estampa de solitario, atravesando aquellas noches de invierno de mi infancia en las que no se veía un alma por las calles y en la que la presencia de un coche era un acontecimiento extraordinario. Lo recuerdo caminando despacio, paso a paso, cubierto por una gabardina desgastada que acentuaba su aspecto de policía desaliñado. Lo recuerdo con un garrote en la mano que le servía de apoyo y a veces con un paraguas que utilizaba de bastón si en esos momentos no estaba lloviendo. Lo recuerdo apostado bajo la bombilla de la esquina de la calle, manipulando con parsimonia un cigarrillo de liar.
Aquellos serenos de mi infancia fueron los últimos que recorrieron las calles de la ciudad. Se habían quedado antiguos, anclados un siglo atrás, cuando su presencia en las noches era necesaria para velar por la seguridad y por la puntualidad del vecindario. Los serenos no solo se dedica ban a vigilar, sino que una de sus principales funciones era la de dar la hora e informar del estado del tiempo. “Las once y lloviendo”, decían en las noches de tempestad, o “las doce y sereno”, si reinaba el buen tiempo.
Los últimos serenos eran ya sombras en la madrugada. Se habían dejado el farol y el chuzo colgados en otro tiempo y caminaban por las calles como supervivientes de un ejército en retirada. Eran los primeros años setenta y la ciudad había cambiado. Había más luz, más vida nocturna, una delincuencia incipiente que empezaba a tomar las calles y una necesidad de vigilancia organizada que ya no podía ofrecer el malogrado cuerpo de serenos.
Qué lejos quedaba aquel verano de 1876 cuando el Ayuntamiento le hizo entrega al cuerpo de serenos del armamento moderno que se había recibido de Bélgica. Entonces eran una autoridad y cada noche más de treinta vigilantes rondaban las solitarias y oscuras calles de Almería. El apogeo duró poco. Tres años después, en 1879, el señor Iribarne, alcalde de la ciudad, tuvo que reunir a los alcaldes de barrio para que se unieran de noche al servicio de rondas en compañía de algunos vecinos, ya que la precaria situación económica del municipio había obligado a disminuir el personal de serenos a la mitad.
El cuerpo de serenos dependía en aquel tiempo de las decisiones personales de los alcaldes. En agosto de 1886, don Juan Lirola dio la orden de suprimir “la antigualla” del canto de la hora. Hasta entonces, el sereno rondaba las calles vigilando y anunciando la hora y el estado del tiempo a la vecindad, una costumbre que no era del agrado de todos los habitantes. Esa misma reforma ya se había llevado a cabo después de la revolución del año 1868, pero cuando vino la restauración borbónica lo primero que hizo el entonces alcalde, el señor Onofre Amat, fue restablecer el canto tradicional que solo servía para avisar a los rateros del sitio donde se hallaba el sereno.
El servicio de los serenos empezaba a las siete de la noche en invierno y se prolongaba hasta que empezaba a amanecer, poco antes de las seis de la mañana. En las últimas décadas del siglo diecinueve, todavía llevaba el chuzo con gancho, el pito y un farol que los iluminaba en las noches sin luna.
El siglo veinte empezó con el cuerpo de serenos perfectamente desorganizado. En 1910 hubo un intento de impulsar el servicio. Esa Navidad, el inspector de la llamada guardia municipal nocturna, don Francisco Ramón, dio la orden de que cada sereno, además del pito de alarma, llevara un silbato especial para utilizarlo cada cuarto de hora a partir de las dos de la madrugada. Esta medida pretendía que el vecindario tuviera la sensación de estar siempre vigilado.
La idea de formalizar un cuerpo de serenos estable y bien preparado estuvo presente a lo largo de todo el siglo pasado. En los años de la República los serenos ya se habían convertido en vigilantes particulares que se limitaban a servir a quien le pagara. En la posguerra siguieron siendo trabajadores ‘autónomos’ que vivían en muchos casos de las propinas de los vecinos y de los comerciantes que los contrataban. En 1974 hubo un intento, sin éxito, de recuperar el cuerpo de serenos para convertirlos en funcionarios de la administración local.