La Voz de Almeria

Tal como éramos

Cuando había más niños que perros

Dicen las estadísticas que en España ya se prefiere criar una mascota que tener un hijo

La Plaza de San Pedro para ver la procesión del Entierro. Los niños eran mayoría. Lo inundaban todo. Año 1966.

La Plaza de San Pedro para ver la procesión del Entierro. Los niños eran mayoría. Lo inundaban todo. Año 1966.

Eduardo de Vicente
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Dicen las estadísticas que en España hay más perros que niños. Nueve millones de perros frente a 6.6 millones de niños menores de 14 años, lo que quiere decir que son muchos los que prefieren ya criar una mascota que tener un hijo.

Viendo estos datos uno se acuerda de tiempos pasados cuando los niños éramos mayoría aplastante y la ciudad rebosaba de niños. Las casas olían a niño y la banda sonora de las calles era el griterío de los niños cuando jugaban en libertad. Faltaban escuelas para tanto niño y el centro de ciudad estaba llena de tiendas dedicadas exclusivamente a ellos. El comercio más popular entonces, la famosa tienda de Alfonso de la calle Castelar, era un templo infantil donde venían las últimas novedades en juguetes y donde siempre había un niño pegado al escaparate. Había negocios de coches de niños que vivían holgadamente y salas de cine que programaban los domingos una función infantil a las doce de la mañana.

En la playa reinaban los niños con sus cubos y sus palas, con sus cuerpos rebozados de arena, con sus bocadillos de sobrada y mantequilla y sus correspondientes balones de Nivea para molestar a los que estaban al lado. En la Feria, para sacar los cabezudos, los niños formaban colas interminables desde la madrugada y era tanta la demanda que en los años sesenta el Ayuntamiento ponía en escena además de la tradicional comparsa de gigantes, cien cabezudos para completar la fiesta. Cada Viernes Santo, cuando la procesión del Entierro salía de San Pedro, por cada madre había tres niños viendo al Señor en su lecho de muerte, lo que aprovechaban los vendedores de frutos secos y caramelos para hacer un buen negocio.

Cuando en el puerto aparecía un barco de guerra americano, cargado de jóvenes de dos metros de altura, el andén se transformaba en una pasarela infantil y los niños, en bandadas, se iban de los colegios directamente al puerto para convertir el lugar en una fiesta.

Los niños le daban sentido a las fiestas navideñas cuando un mes antes salían con sus madres a ver los juguetes que montaban en los escaparates y cada cinco de enero, cuando venían los Reyes Magos, el Paseo era un enjambre de niños y las confiterías y los vendedores ambulantes hacían caja para vivir seis meses. Las casas estaban llenas de niños y había familias que podían formar ellas solas un equipo de baloncesto. Había casas donde dos o tres hermanos tenían que convivir en la misma cama, y en ella iban creciendo hasta que al mayor ya no le cabían los pies y tenían que comprarle otra cama y buscarle otra habitación. Los que teníamos una familia numerosa crecimos arropados por nuestros hermanos y también por los amigos cuando las casas no tenían puertas y compartíamos juegos y bocadillos como si formáramos parte de una familia universal.

La infancia era entonces un privilegio y los niños no teníamos que sufrir la vigilancia permanente de las madres ni salir a la calle con miedo a que te atropellara un patinete. La realidad era única e intransferible y se presentaba a diario delante de nuestros ojos para que la tocáramos con las manos, para que la sintiéramos plenamente. La infancia era el territorio de la felicidad en estado puro: sin pasado, sin que nada nos importara el futuro, el tiempo éramos nosotros. No esperábamos nada de la vida más allá de lo que pudiera ofrecernos a cada instante. No buscábamos la felicidad porque formaba parte de nuestros días, era algo tan cercano que caminaba con nosotros entre los pequeños detalles cotidianos: cuando salíamos de la escuela y arrojábamos la cartera sobre el sofá; cuando después de hacer la tarea, todavía con el bocadillo en la mano, echábamos a correr hacia la calle y a lo lejos escuchábamos las voces de los amigos del barrio que empezaban a jugar.

No necesitábamos grandes inventos ni alardes tecnológicos para ser felices, ni tener a nadie a nuestro alrededor. No existían los ordenadores ni se había inventado Internet ni los teléfonos móviles. Algo tan extendido ahora como una simple fotografía era entonces un acontecimiento que solo sucedía de vez en cuando, tan excepcional que las fotos se guardaban para toda la vida. Hoy, los niños han heredado de los mayores la necesidad de estar fotografiando la vida constantemente. Son rehenes del móvil y de sus prestaciones y cuando salen con los amigos a pasear o se van de excursión con el colegio, renuncian a disfrutar de la magia del instante por esa obligación de grabarlo todo sin pararse a pensar que les harían falta varias vidas para poder volver a ver alguna vez las miles de fotografías que van almacenando en el disco duro.

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