Los centinelas del mirador del cerro de San Cristóbal
A falta de policías, dos gatos custodian de noche el ‘sagrado’ recinto

El mirador luce su mayor esplendor cuando empieza a esconderse el sol.
Hay gatos que arrastran una nobleza de siglos como los viejos portales de los caserones donde habitan. Hay gatos solemnes que nunca corrieron por los tejados ni buscaron por los desperdicios de la basura. Gatos con una hidalguía heredada que pasean con orgullo por las plazas del casco antiguo. Se les puede distinguir porque te ignoran con descaro cuando uno se cruza con ellos y no dudan en mirar para otro lado si un alma inocente cargada de buenas intenciones le ofrece una raspa de pescado.
Hay gatos exploradores que cuando llegan a un sitio y les gusta se instalan allí con vocación de permanencia. Algunos, miran tan alto que no se conforman con cualquier solar o con un jardín medio abandonado, sino que buscan escenarios con historia, con aire fresco y con buenas vistas. Al nuevo mirador de San Cristóbal han llegado dos gatos con alma de conquistadores y han levantado su atalaya a los pies del Corazón de Jesús. Se les puede ver todas las tardes cuando se va el sol y la subida empieza a llenarse de sombras. Aprovechan los muros como asientos y desde allí miran extrañados a los últimos turistas que recorren el camino y se ponen en guardia cuando aparecen los perros que con sus dueños al lado no han tardado en colonizar el mirador a fuerza de excrementos.
Cuando el sol dobla la esquina de los cerros de poniente, el mirador de San Cristóbal adquiere una belleza impactante. No hay duda de que estamos ante una de las grandes obras que se han realizado en el casco histórico. No solo se ha recuperado un escenario que habíamos perdido, sino que se ha revalorizado todo el entorno, como si de pronto nos hubieran regalado una ciudad distinta. El nuevo mirador ha rescatado la cara más desconocida de la Alcazaba, con su esplendor escondido, y todo el valle del Parque de la Hoya desde el antiguo barrio de las Perchas hasta las casas del barrio de la Chanca.
Subir los cerca de trescientos escalones que separan la calle Pósito de la cumbre es un placer absoluto cuando se va el sol, ya que este magnífico escenario no cuenta por ahora con ningún espacio de sombra por lo que a partir del próximo mes de junio ascender de día puede convertirse en una aventura de riesgo. Tampoco tiene bancos en los que los visitantes puedan sentarse cinco minutos a descansar, tal vez como medida para evitar asentamientos no deseados ni facilitar las fiestas nocturnas.
Una obra que le ha dado tanto a la ciudad, dignificando su imagen y poniendo en valor su historia, merece ahora que sea cuidada, que esté a salvo de sus mayores enemigos, que no son otros que los propios almerienses. No se puede permitir que se convierta en un váter de perros como se está empezando a convertir ni que los niños del barrio tomen sus explanadas para hacer todo tipo de cabriolas y pruebas de velocidad con sus benditos patinetes. Ya ni en el cerro se libra uno de esta plaga.
Dijeron desde el Ayuntamiento que se iba a estudiar la posibilidad de poner vigilancia privada, aunque pensaron después que sería más apropiado que fuera la propia policía municipal la que se encargara de velar por la seguridad y por la integridad de este monumental escenario. Por ahora la presencia de la policía brilla por su ausencia y el lugar no cuenta con otra vigilancia que la mirada de los dos gatos aristócratas que desde las alturas del mirador se pasan las noches rondando a la luna.