La Voz de Almeria

Tal como éramos

Las niñas que se convertían en madres

Todos conocimos a alguna menor que pasó de las muñecas a tener su propio hijo

Una muchacha embarazada sentada en el tranco de la puerta en una casa en los cerros de La Chanca.

Una muchacha embarazada sentada en el tranco de la puerta en una casa en los cerros de La Chanca.

Eduardo de Vicente
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Quién no se acuerda de aquella niña de nuestra calle que tanto nos gustaba, aquella con la que algunos compartimos el milagro de un beso a escondidas en un portal oscuro, aquella que con trece años nos sacaba media cabeza a los niños, aquella que se hizo mujer mientras jugaba a la rayuela, se comía las uñas y le arreglaba el dobladillo al vestido de una muñeca.

Crecimos juntos, unos jugando a la pelota y ella saltando a la comba, riñendo por ese palmo de terreno que nos pertenecía, fingiendo que éramos naves enemigas cuando en el fondo de nuestros corazones nos moríamos por estar juntos.

Los niños y las niñas vivíamos separados hasta que llegaba el día en que nos mirábamos a los ojos, nos cogíamos de la mano y nos colábamos en aquel portal donde el olor de los cuerpos infantiles se mezclaba con el aroma de la comida recién hecha que se colaba por el tiro de las escaleras. Allí nacieron los primeros besos, aquellos que nunca se olvidan.

Quién no conoció a alguna de aquellas niñas que tuvieron que dejar de serlo de la noche a la mañana porque decidieron ir contra todo y fugarse con el novio o porque mientras creían que jugaban acabaron quedándose embarazadas. Aquellas jóvenes no tuvieron juventud; la primavera pasó de puntillas por sus vidas y pronto se llenaron de responsabilidades. Pasaron de quitarse los churretes de la cara a lavar pañales, no habían terminado de peinar a la última muñeca que le habían traído los Reyes Magos cuando las veíamos aparecer con el vientre hinchado, distantes, como metidas en un cuerpo que no les pertenecía.

Pobres niñas de mi barrio que se saltaron la adolescencia, que se convirtieron en madres mientras nosotros, los de su edad, nos enamorábamos a diario y apurábamos hasta el límite los pequeños placeres que nos iba ofreciendo la vida. Aquella que se quedaba embarazada tenía que cambiar de vida completamente. Si estaban estudiando tenían que dejarlo al menos por un año y si no tenían ninguna ocupación asumían sin ninguna preparación el duro papel de ser madres.

Los embarazos prematuros eran un drama en la mayoría de las familias. Solía ocurrir que los jóvenes no tenían medios de ganarse la vida y se veían obligados a instalarse de prisa en la casa de los padres hasta que encontraban trabajo y podían salir adelante.

Un día nos cruzábamos por la calle con aquella niña que llevaba en brazos un hijo recién nacido y de golpe todo nuestro mundo infantil se venía abajo. Teníamos la sensación de que el tiempo había sido cruel con ella, que aunque compartiéramos la misma edad nuestras realidades eran tan distintas que entre nosotros se había interpuesto el muro de una generación.

En aquel complicado mundo de los amores adolescentes abundaban los casos de los que decidían echarse la manta a la cabeza y escaparse juntos, lo que entonces se conocía como llevarse a la novia. Todos conocimos en nuestro entorno a alguna de aquellas muchachas que se atrevieron a irse con el novio saltándose las normas y dándole un gran disgusto a sus familias. Habíamos compartido con ellas los juegos de la calle, las habíamos visto crecer y todavía con los calcetines puestos, las habíamos visto pasar agarradas de la mano de los primeros novios.

Un día dejaban de jugar, abandonaban su mundo de vecinos y de muñecas y desaparecían. Casi siempre se trataba de noviazgos rápidos que se resolvían a las bravas cuando encontraban algún obstáculo en las familias. Los padres y las madres, que casi nunca estaban satisfechos con los novios y las novias, daban consejos, ponían trabas, y los enamorados acababan escapándose para que nadie pudiera separarlos.

La mayoría de aquellas fugas eran pasajeras y los prófugos no tardaban en regresar. Lo hacían admitiendo su culpa y necesitando la ayuda de las familias para poder salir adelante, compartiendo las frustraciones sobre la misma mesa y bajo el mismo techo, él buscando un oficio y ella preparándose para ser madre.

En aquella época casi todos los jóvenes tenían prisa por casarse. Irse a vivir con la novia sin estar casado era impensable y para poder tener unas relaciones estables con la pareja era obligatorio haber pasado por la iglesia. Los novios que no se fugaban, los que escogían el conducto reglamentario, solían empezar a planificar la boda cuando él regresaba del servicio militar. La mili marcaba la frontera de la relación y si un muchacho no tomaba una decisión pronto no tardaban en aparecer los rumores sobre las dudosas intenciones del novio. “Ese lo que está es mareando la perdiz para no casarse”, se decía con frecuencia.

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