El convento que se viene abajo
El histórico edificio de las Adoratrices lleva años abandonado

Fachada trasera del convento de las Adoratrices en la ladera del Barranco de las Bolas, junto al Quemadero.
Hay polémica porque un grupo de vecinos del barrio de San Cristóbal han denunciado que quieren derribar el edificio del antiguo convento y escuela de las Adoratrices. El derribo de un muro ha hecho saltar las alarmas de un edificio histórico que lleva años abandonado, desmoronándose poco a poco sin llamar la atención de una ciudad conformista.
Las adoratrices no es un edificio más. Es verdad que no es una obra de arte si hablamos de arquitectura, pero su historia está tan ligada a la vida de los almerienses que tenía que ser conservado como si fuera un monumento.
La historia del edificio empezó a escribirse en 1918, cuando el arquitecto diocesano, Enrique López Rull, presentó el proyecto para la construcción de un nuevo convento para las Adoratrices, en el paraje de el Quemadero, en la calle Gran Capitán, junto a la falda del cerro de Las Bolas.
El proyecto del arquitecto diocesano, presentado en el Ayuntamiento en 1918, tardó en ejecutarse varias años y las Hermanas de las Adoratrices no pudieron estrenar su nuevo convento hasta1921. Enrique López Rull diseñó un gran edificio para que las religiosas pudieran llevar a cabo su misión regeneradora de jóvenes en peligro de exclusión social sin las limitaciones que habían encontrado desde su llegada a Almería en 1910, cuando tuvieron que peregrinar por varias casas de acogida antes de poder tener un alojamiento estable.
El nuevo edificio ocupaba más de dos mil metros cuadrados de terreno en el paraje de el Quemadero, un espacio amplio para poder albergar una capilla, las dependencias de las internas y de las Hermanas, varias habitaciones para las aulas, dormitorios, comedor, baños y un recinto al aire libre para instalar la zona de los lavaderos y un área de recreo donde destacaba el huerto y los lugares para la crianza de animales.
Las Adoratrices siguieron desarrollando su labor educativa, poniendo especial atención en la recuperación moral de jóvenes que formaban parte de sectores marginales de la población. En aquellos años veinte, al convento no sólo llegaban ‘mujeres de la vida’ para regenerarse, sino también niñas que eran explotadas por sus padres ejerciendo la mendicidad y también muchachas que habían tenido un desengaño amoroso y querían huir de la vida.
Hubo casos de “almas deshonradas”, jóvenes que habían tenido un escarceo amoroso al margen de lo establecido y se quedaban embarazadas sin nadie que las pudiera ayudar. Muchas fueron recogidas en el convento, aunque ocupaban unas dependencias aisladas del resto de las internas y las alumnas, porque como antes se decía “no eran un buen ejemplo para las adolescentes”.
A lo largo de la historia, las Adoratrices de Almería habían pasado por momentos complicados, debido sobre todo a la falta de subvenciones, pero su época más crítica llegó en los meses previos al Alzamiento Nacional.
Desde la primavera de 1936, las monjas empezaron a sufrir la presión de algunos sectores radicales de la sociedad almeriense, casi siempre grupos muy reducidos de alborotadores que en las noches de borrachera frecuentaban el lugar para apedrear ventanas y pedirles a las religiosas que les entregaran a las monjas más jóvenes.
En junio, la situación empezó a ser más peligrosa, debido a las frecuentes visitas de los exaltados, lo que provocó la reacción de los jóvenes pertenecientes a asociaciones católicas, entre ellos los llamados ‘Luises’, que acordaron poner vigilancia en la puerta del edificio para proteger a sus inquilinas.
Los hermanos Pérez de Perceval, Luis y Juan, que formaban parte de esta asociación cristiana, contaban que se repartían las guardias en turnos de cuatro horas y en parejas, y que casi siempre iban armados con escopetas de caza.
Al estallar la guerra el convento fue requisado para instalar allí el Hospital de Sangre, pero terminó utilizándose como prisión. La mayoría de las monjas pudieron escaparse y encontrar refugio con familiares y en casas de alumnas. Otras, como la Hermana Blasa, fueron hechas prisioneras y despojadas de todo símbolo religioso.
Por la cárcel de las Adoratrices pasaron los obispos de Almería y Guadix antes de ser ejecutados. Doña Carmen Góngora, alma del Sindicato de la Aguja, y mujer comprometida con los religiosos en los tiempos de persecución, contaba que los prelados ocupaban las habitaciones del tercer piso, la parte más elevada del edificio y la de más difícil salida en caso de fuga.
Otros, como el Padre Ballarín, Prior de los Dominicos, también sufrieron el cautiverio en el edificio de la calle Gran Capitán, aunque con mejor suerte, ya que pudo salvar la vida.
Al terminar la guerra, las autoridades del bando vencedor transformaron el edificio de las Adoratrices en un Hospital Militar. En 1950, sus dependencias se quedaron vacías, y un año después regresaron las religiosas.
En febrero de 1952, llegó a Almería la Reverendísima Madre General de las Adoratrices para inspeccionar las instalaciones y dar su visto bueno. En la reunión que mantuvo con las nuevas Hermanas, les recalcó que el objetivo de la misión que Dios les encomendaba era, además de la enseñanza, la de “preservar del peligro a las jóvenes y rehabilitar a todas aquellas que los azares de la vida inhabilitaron y condenaron a la desgracia eterna”.