La solitaria carretera de la estación
En los años 60 los alrededores del ferrocarril eran aún un escenario lejano rodeado de los últimos vestigios de la vega

Una familia paseando tranquilamente por la Carretera de Ronda en una mañana de domingo. Al fondo, el Preventorio y la plaza de la estación.
Para los que vivíamos en el centro de la ciudad, la estación del tren era un lugar lejano en medio de un páramo al que teníamos prohibido llegar los niños si no íbamos acompañados de un familiar mayor. Decir vamos a la estación tenía naturaleza de excursión, era como un viaje a un escenario remoto donde pasaban cosas tan extraordinarias como la llegada de un tren con un ser querido a bordo.
El automotor de Granada llegaba de noche, cuando el entorno de la estación era el reino de las sombras y de todas las soledades. Atravesábamos el solitario Camino de Ronda en el Renault 4L de mi padre y aparcábamos frente a la misma puerta, delante del reloj que presidía el edificio. El reloj de la estación y aquella gran cristalera escarchada que presidía el edificio formaron parte del inventario infantil de varias generaciones de niños que en la escuela cantábamos aquella canción que decía: “Que llueva, la Virgen de las Cuevas, que caiga un chaparrón y rompa los cristales de la estación”. Luego, cuando íbamos por allí a esperar el tren comprobábamos que la cristalera estaba intacta, que había resistido a la última tormenta y que su destrucción sólo ocurría en la letra de aquella repetitiva cantinela de tardes de colegio.
A la estación siempre llegábamos media horas antes y nos tocaba esperar una hora porque lo habitual era que el tren viniera con retraso. En ese tiempo de espera los niños nos salíamos a la puerta a jugar mientras aparecía el tren que traía a mi hermano de Granada. En aquellos años, los alrededores de la estación eran un escenario que impresionaba de noche por su oscuridad; llevaba impregnado ese misterio que rodeaba a los viejos huertos de la vega que se habían quedado yermos esperando que un promotor construyera sobre ellos una nueva ciudad.
En ese camino que llevaba a la estación la frontera la marcaba el puente que cruzaba la Rambla hasta la esquina de los talleres Oliveros y la manzana de la gasolinera de Trino. Dejábamos atrás las casas y el edificio de la fundición y de pronto te encontrabas con el puente de piedra que llevaba el ferrocarril hasta el cargadero de las Almadrabillas y al otro lado de la Carretera de Ronda, un inmenso paisaje de antiguos huertos que llegaba hasta la misma plaza de la estación. Desde donde terminaba la factoría de Oliveros hasta la estación no había más luz que la de la luna si había salido esa noche y la de los faros de los pocos coches que entonces transitaban el lugar. Todavía no habían construido el cuartel de la Guardia Civil que no llegó hasta 1969, por lo que los únicos indicios de que estábamos todavía en la ciudad los encontrábamos en la presencia de las instalaciones de la fábrica de colonias de Briséis y en el edificio del viejo Preventorio, que se aparecía como un fantasma, abandonado al borde de la carretera.
Un día de invierno, a las nueva de la noche, la estación y su entorno eran un escenario misterioso donde entre las tinieblas asomaba, muy de vez en cuando, alguno de aquellos carros de mulas que desde los cortijos de la vega iban a llevar la verdura al Mercado Central.
El decorado se transforma completamente si ibas durante el día y la estación se llenaba de actividad con los coches de caballos y los taxis que pasaban en busca del negocio. De día, toda aquella manzana era un hervidero gracias a la presencia cercana de la estación de autobuses, que desde primeras horas de la mañana era la principal fuente de vida de la ciudad, sobre todo de gente que venía de los pueblos para ir al médico o ir de compras.
Ir a la estación significaba también encontrarnos con un decorado mítico, el lugar prohibido que atravesaban nuestros hermanos mayores para ir al instituto de Ciudad Jardín. Ellos nos contaban sus primeras hazañas estudiantiles cuando todas las mañanas, antes de las nueve, se saltaban las reglas cruzando por las vías del tren por el puro placer de lo prohibido y por ahorrarse diez minutos de caminata.